Hab�a vivido siempre en un mundo con dos
vertientes paralelas, p�blica y privada, sin interferencia
alguna entre ambas. Era feliz o al menos as� lo cre�a. El poder,
la celebridad, los agasajos y el control absoluto de todos los
hilos de su provincia a trav�s del cargo que ostentaba dilu�an
el dolor de una cara poco agraciada. A veces, las c�maras de
televisi�n llegaron incluso a captar una leve sonrisa detr�s de
sus lentes negros de capo siciliano.
Sin embargo, un d�a sucedi� algo poco
habitual: un traidor de su propio bando rompi� el pacto de
silencio y sac� a la luz su vertiente privada. Pasaron varias
semanas y los muchos enemigos que ten�a, sometidos hasta
entonces al yugo de la propaganda institucional, fueron
desgranando las actividades m�s secretas de sus catacumbas
empresariales: el tr�fico de influencias, el aumento incre�ble
de su patrimonio, el caciquismo, los
cambalaches. En un principio, trat� de
ignorar aquella imprevista contrariedad, pues sab�a bien que el
silencio es con frecuencia un buen ant�doto contra la
artiller�a. Adem�s, no tard� en recibir el apoyo sin fisuras de
unos cuantos aliados locales muy poderosos en el gobierno, todo
ello en nombre de la antigua amistad y de la honradez sin tacha
que la ret�rica oficial supone siempre en los triunfadores de
las urnas. Por otra parte, es bien sabido que las familias,
religiosas o pol�ticas, suelen cerrar filas una vez que el
peligro se cierne sobre ellas.
No obstante, todo tiene un l�mite cuando
es preciso evitar que la podredumbre salpique a los dem�s. Ante
sus jefes nacionales, empez� a quejarse de tibieza en la defensa
que pensaba merecer. "Compr�ndelo, Carlos", le respondieron por
tel�fono, "en dos meses habr� elecciones y estos esc�ndalos
econ�micos no ayudan al partido. Tienes que mantener un perfil
bajo hasta que pase la marea." Pero �l estaba nervioso, porque
los ataques arremet�an sin tregua en la prensa diaria. De manera
ya irremediable, el simulacro del personaje que representaba en
p�blico se hab�a contaminado de realidad.
Al final, la incertidumbre le hizo
recurrir a lo inconcebible. Record� que su santa madre, humilde
y creyente, hab�a sido devota de Nuestra Se�ora del Lled�, a
quien lo encomendaba de ni�o para que le trajese suerte en la
dif�cil carrera del vivir. Entr� en el templo lleno de
esperanza: los callejones sin salida son un buen est�mulo de la
fe, incluso para un descre�do. Se arrodill� ante la imagen e
implor� que lo librase de la ignominia, que sus dos vertientes
fuesen de nuevo paralelas, una p�blica y otra privada.
Poco a poco, un sopor extra�o hizo que se
quedase dormido. So�� con tres cruces plantadas en un campo de
golf, junto a una urbanizaci�n de millonarios. En la del centro,
un hombrecito bigotudo le imploraba al padre Franco, all� en los
cielos, que el Partido Popular saliese victorioso. En la
derecha, el buen ladr�n obten�a un salvoconducto para tomar el
relevo. En la izquierda, condenado a la desgracia eterna de los
perdedores, vio al mal ladr�n. De un lanzazo en el pecho le
chorreaban billetes de banco te�idos de sangre y a su alrededor
revoloteaban monstruos. Ten�a la cara poco agraciada y ocultaba
sus ojos tras unos lentes negros de capo siciliano.