El escritorio de Manuel Talens

El traductor activista

El inestable panorama del trabajo en la sociedad informatizada

�ES EL CIBERESPACIO LA NUEVA FRONTERA?

Fred Turner 

Fred Turner

Traducido para Rebeli�n por Manuel Talens

 

La ret�rica estadounidense de la frontera se ha convertido durante la �ltima d�cada en uno de los temas dominantes de toda discusi�n sobre las nuevas tecnolog�as inform�ticas y sus efectos sociales. Desde las p�ginas de la revista Wired a los pasillos del Congreso, acad�micos, l�deres de la industria, pol�ticos y periodistas han transformado metaf�ricamente muchas formas de comunicaci�n mediada por ordenador en un paisaje imaginario y, de manera expresa, en �una frontera electr�nica�. Por ejemplo, seg�n William Mitchell �decano en el Massachusetts Institute of Technology�, �el ciberespacio es el nuevo territorio que se extiende m�s all� del horizonte, el lugar que atrae a los colonos, vaqueros, p�caros y conquistadores del siglo XXI� (1995: 110-111). Seg�n la consultora de la industria Esther Dyson y el futurista Alvin Toffler, �el ciberespacio es el territorio del conocimiento y la exploraci�n de dicho territorio puede ser una aut�ntica y elevada labor de civilizaci�n� (Dyson et al., 1994: 2).

Ante tales hip�rboles, resulta dif�cil tener presente que el �ciberespacio� no es en absoluto un lugar, ni tampoco un reflejo futurista del pasado estadounidense. En este ensayo, plantear� las preguntas de c�mo y por qu� a tanta gente le ha dado por pensar que una serie de ordenadores vinculados entre s� y los tipos de comunicaci�n que posibilitan poseen una topograf�a coherente y, en particular, un paisaje que se ajusta al �mito americano�. Diversos cr�ticos han argumentado que la ret�rica de la frontera electr�nica simplemente representa la repetici�n de temas cl�sicos literarios estadounidenses en un momento nuevo (Miller, 1995; Sobchack, 1996; Healy, 1997), pero yo creo que dicha ret�rica ha surgido menos de las nieblas de la historia literaria que de los esfuerzos de una comunidad particular de fabricantes de ordenadores, programadores de software, consultores corporativos y acad�micos. Este grupo, denominado �la clase virtual� (Kroker y Weinstein, 1994) o los digerati * (Brockman, 1996), es el que ha promovido sin descanso la idea de la comunicaci�n mediada por ordenador como una exploraci�n de la frontera. Yo, al igual que otros cr�ticos �en especial Kroker y Weinstein (1994) y Barbrook y Cameron (1998) �, sostengo aqu� que en parte lo han hecho con vistas a obtener ventajas sociales y econ�micas para su clase, pero tambi�n que esta elite emergente ha utilizado la ret�rica de la frontera electr�nica para identificar y aliviar la ansiedad que provocan los grandes cambios que han tenido lugar durante los �ltimos veinticinco a�os en las pr�cticas laborales y en la movilidad personal, cambios desencadenados por las propias industrias del ordenador y del software.

Tal como el soci�logo Manuel Castells y otros han se�alado, los Estados Unidos del ciudadano con traje y corbata �un mundo dominado por compa��as organizadas de manera jer�rquica, que ofrecen un empleo m�s o menos estable� han empezado a desaparecer y, en su lugar, ha surgido lo que Castells denomina la �sociedad interconectada�. Castells indica que, contrariamente a lo que antes suced�a en las sociedades industriales, que organizaban sus econom�as principalmente en torno a la producci�n de bienes materiales, �la sociedad interconectada� ha comenzado a organizarse en torno a �la tecnolog�a de generaci�n del conocimiento, de la inform�tica, y de la comunicaci�n simb�lica� (1996: 17). En la pr�ctica, esto significa que un n�mero cada vez mayor de trabajadores se ganan la vida no s�lo procesando informaci�n, sino que usan las tecnolog�as de procesamiento inform�tico (tales como los sistemas operativos) para crear nuevas tecnolog�as de la informaci�n (por ejemplo, softwares m�dicos o financieros). Los trabajadores ahora usan la informaci�n no s�lo para gestionar la producci�n de bienes materiales, sino tambi�n para producir la informaci�n como una especie de �bien� en s� mismo.

Seg�n Castells, la mayor parte de este nuevo trabajo tiene lugar dentro de �empresas interconectadas�. Dichas compa��as pueden tener su sede en una naci�n o en otra, pero hacen negocios en todo el mundo veinticuatro horas por d�a, y ello con la ayuda de redes electr�nicas de intercambio de informaci�n. Tales empresas est�n organizadas de manera horizontal en una serie de unidades descentralizadas, cada una de las cuales se halla vinculada a las dem�s y, al mismo tiempo, funciona en gran parte de manera aut�noma. Gracias a esta nueva forma de organizaci�n macroecon�mica, los trabajadores son m�s independientes pero, al mismo tiempo, tienen menos poder. Por un lado, escribe Castells, �la difusi�n de la tecnolog�a avanzada de la informaci�n en f�bricas y oficinas� ha conducido a una �mayor�necesidad de trabajadores aut�nomos, cultos, capaces y dispuestos a programar y a decidir secuencias enteras de trabajo� (1996: 241). Por el otro, sin embargo, la necesidad que tienen las organizaciones interconectadas de ser flexibles para poder responder a los cambios de las condiciones econ�micas �junto con su capacidad de situar sus operaciones casi en cualquier parte del mundo� ha hecho que incluso los trabajadores de mayor formaci�n intelectual sean sumamente vulnerables. Las empresas pueden reducir el tama�o de sus compa��as �con frecuencia lo hacen�, as� como subcontratar, echar mano del trabajo temporal y automatizar o trasladar ciertas tareas (1996: 239). Por consiguiente, los trabajadores se han visto en la obligaci�n de ser sumamente emprendedores en todos los niveles.

Esto es mucho m�s evidente en las industrias del ordenador y del software, incluso en los puestos de mayor preparaci�n y mejor pagados. Las compa��as del Silicon Valley se enfrentan con una variedad de �fuerzas perturbadoras�, que incluyen �el �xito inmediato, los inicios dif�ciles en el mercado, los planes apremiantes de desarrollo, la obsolescencia repentina de sus productos, la competencia inesperada e implacable, los errores imprevistos y los patrocinadores financieros desleales� (Hayes, 1989:43-44). Por ello, �insisten en contratar grupos flexibles de trabajadores y gestores� y trasvasan as� las inestabilidades del mercado a su mano de obra (Hayes, 1989: 43-44). En el eslab�n inferior de esta cadena, a los trabajadores no les queda m�s remedio que deambular de empleo en empleo como mejor pueden. En el superior, los trabajadores m�s expertos a menudo cambian de trabajo con la ayuda de agencias o de una red de amigos profesionales, pero en ambos casos el trabajo en la industria inform�tica les exige una enorme dedicaci�n a corto plazo y una gran flexibilidad a largo plazo.

Hay quienes durante a�os han celebrado tales exigencias como una fuente de perfeccionamiento personal individual y de productividad industrial. La novela Microserfs [1995], de Douglas Coupland, por ejemplo, cuenta la historia de Dan, un inspector de errores de veintis�is a�os que trabaja para Microsoft y que deja la compa��a para asociarse con varios amigos y crear, a partes iguales, un �Lego virtual� (1995: 71-72). Durante la mayor parte del libro la empresa amenaza con fracasar, pero al final encuentran suficiente capital de inversi�n y Dan y sus amigos parecen destinados a la riqueza.

Sin embargo, incluso si el libro alaba la movilidad en el Silicon Valley, muestra tambi�n las dif�ciles condiciones de trabajo existentes. Tal como lo explica la voz narradora, �los plazos temporales son extremos en la industria de la tecnolog�a. La vida transcurre a una velocidad cincuenta veces superior a la normal� (1995: 355). En el eslab�n inferior, los apremiantes plazos de producci�n obligan a programadores como Dan a trabajar hasta cuarenta y ocho horas seguidas (una pr�ctica que ellos denominan �el vuelo a Australia�) (1995: 110), lo cual, a su vez, hace que pierdan contacto con sus cuerpos. �Trabajar dormir, trabajar, dormir, trabajar, dormir��, escribe Dan en su diario. �Siento como si mi cuerpo fuese un coche en el que paseo a mi cerebro, como una madre de los suburbios que lleva a sus hijos a jugar al hockey� (1995: 4). Adem�s, los desenfrenados ciclos de desarrollo de los productos hacen que toda la industria necesite individuos j�venes. En su diario, por ejemplo, Dan establece una serie de m�ximas para la obtenci�n de empleo en el mundo de los multimedia, que incluyen las nociones de que una empresa no puede pretender m�s de diez a�os de dedicaci�n completa al trabajo y que �el l�mite superior de la edad de la gente con instintos para este negocio es de aproximadamente cuarenta a�os� (1995: 296).

En un �mbito m�s ampliamente social, Microserfs hace la cr�nica de la disgregaci�n de los trabajadores que Castells considera t�pica de la empresa interconectada. Coupland se�ala, por ejemplo, que la arquitectura de las plantas de la industria inform�tica ha cambiado en varias d�cadas. En los a�os setenta, las compa��as agregaron duchas para los empleados que hac�an footing. En los ochenta pasaron a ser campus, a veces con servicios de comedor y dormitorios. Este per�odo, escribe Coupland, estuvo marcado por un esp�ritu corporativo que describe mediante la m�xima �entr�guenos usted su vida entera o no le permitiremos trabajar en buenos proyectos� (1995: 211). En los noventa, Coupland explica que �las corporaciones ya ni siquiera contratan gente, sino que la gente se convierte en sus propias corporaciones� (1995: 211). En otras palabras, incluso si las empresas exigen un mayor compromiso a sus trabajadores, tambi�n los obliga a hacerse cada vez m�s independientes. Esta independencia, a su vez, ha hecho que muchos de ellos sean sumamente m�viles. Los sitios donde un programador puede encontrar trabajo son limitados y, tal como sugiere Coupland, los programadores suelen intercambiarse entre ellos. En consecuencia, estas redes de empleo tienden a sustituir a las formas anteriores de cohesi�n social. En Microsefs, la filos�fica programadora Karla, novia de Dan, describe as� el problema:

 

�No olvides que la mayor parte de los que vinimos al Silicon Valley carecemos de las estructuras tradicionales que en otros sitios del mundo otorgan identidad: la religi�n, la pol�tica, la estructura familiar, las ra�ces, el sentido de la historia u otros sistemas de creencias, que hacen que los individuos no tengan que preguntarse qui�nes son. Aqu� uno se las ha de arreglar solo. �Es un trabajo enorme, pero f�jate en la cantidad de ideas que surgen del pl�stico! (1995: 236)�

 

En los comentarios de Karla se percibe la presencia de algunos de los principios de la ret�rica de la frontera electr�nica: la soledad, el individualismo, la necesidad de inventiva y hasta la sugerencia de un sentido de misi�n. Pero tambi�n podemos ver que tales principios han surgido de la destrucci�n de otro modelo de cohesi�n individual y social, como son los ritmos del ciclo de la vida y la necesidad de un lugar social y geogr�fico. Los d�as y las noches han desaparecido en las org�as de la codificaci�n. La vejez ha dejado de ser una fuente de autoridad para convertirse en un signo de incapacidad laboral. Es posible trabajar con un ordenador en cualquier sitio y, de hecho, para no perder el trabajo uno ha de estar dispuesto a mudarse, con lo cual participa poco en organizaciones sociales locales y no pertenece a ninguna parte. El paisaje social de la industria inform�tica, sin religi�n, pol�tica, familia, historia ni obligaciones a un lugar particular, es una versi�n contempor�nea del territorio de Nebraska, una llanura abierta de par en par, donde sus habitantes se las arreglan sin ayuda de nadie.

En el mundo de la ficci�n de Coupland, esa soledad permite que Dan y sus amigos se regeneren y se enriquezcan a s� mismos. No obstante, en Close to the Machine: technophilia and its discontents (1997), libro en el que Ellen Ullman cuenta las memorias de su vida como programadora e ingeniero de software, sugiere que, en el mundo real, la transitoriedad y la soledad del trabajo en la industria inform�tica son m�s destructoras que constructoras para el individuo. A sus cuarenta y seis a�os, Ullman ha programado ordenadores desde 1971 y en la actualidad trabaja como ingeniero independiente de software. Hace a�os trabaj� como empleada, pero su empresa fue absorbida por otra. Hoy d�a escribe, �mis clientes me contratan para hacer un trabajo y se desprenden de m� cuando lo termino. Yo contrato el siguiente eslab�n de contratistas y luego me desprendo de ellos� (1997: 126). Tal como sugiere Castells, esto es t�pico de la sociedad interconectada, las presiones del r�pido cambio tecnol�gico y econ�mico han llevado a Ullman a practicar el modelo de trabajo de la empresa interconectada. En su libro explica que sus clientes esperan que consultores como ella

 

�re�nan un grupo de gente para hacer un trabajo, lleven �ste a cabo y despu�s lo disuelvan. Nadie tiene por qu� invertir en una persona o en unas habilidades, eso no tiene sentido�Las habilidades cambian antes que la persona, por lo que siempre es m�s sencillo cambiar a la persona.� (1997: 129).

 

En el interior de sus redes basadas en el trabajo, Ullman y sus colegas mantienen contactos emocionales muy intensos, pero apenas se termina el proyecto, el grupo, que ha llegado a intimar, debe dispersarse. Tales interrupciones son dolorosas, si bien la angustia que causan no es nada en comparaci�n con el miedo que tiene Ullman a caer en desuso. Las tecnolog�as con que trabaja cambian sin cesar y, si desea permanecer en el negocio, tiene que estar al d�a. Desde 1971, escribe,

 

�he aprendido seis lenguajes de programaci�n del m�s alto nivel, tres ensambladores, dos lenguajes de recuperaci�n de datos, ocho lenguajes de procesamiento de trabajo, diecisiete lenguajes de escritura, diez tipos de macros, dos lenguajes de definici�n de objeto, sesenta y ocho interfaces de programaci�n de bibliotecas, cinco variedades de redes y ocho entornos de operaciones, que en realidad son quince si multiplicamos entre s� las distintas combinaciones de sistemas operativos y de redes. No creo que esto me haga particularmente ins�lita. Dado el ritmo de los cambios en inform�tica, quienquiera haya trabajado un poco en este terreno puede ofrecer una lista similar.� (1997: 100-101)

 

En su juventud, el aprendizaje de estos lenguajes era mucho m�s f�cil que ahora. Ullman ha entrado en la madurez, un per�odo que, seg�n cre�a antes, ser�a �el momento de la consolidaci�n� (1997: 105). A los cuarenta y seis a�os empieza a estar cansada. �El tiempo me dice que deje de buscar lo �ltimo que acaba de aparecer�, escribe. �Mi reloj biol�gico no quiere seguir funcionando a toda prisa como un chip, cada vez m�s r�pido a�o tras a�o� (1997: 105).

Pero dadas las exigencias de la industria en que trabaja, el reloj biol�gico de Ullman tendr� que esperar. Como Coupland, Ullman representa un mundo en el que los ritmos biol�gicos, as� como las instituciones sociales que sol�an organizarlos, ya no se ajustan a las expectativas de la industria. En su lugar, escribe Ullman con sarcasmo, los trabajadores como ella deben seguir un pu�ado de reglas: �Vive a tu aire y espera que los dem�s hagan lo mismo. No lleves ninguna carga. S� libre o muere. S�, es cierto, uno s�lo puede confiar en s� mismo� (1997: 127).

Tal como sugiere, la ret�rica de la frontera electr�nica proporciona un lenguaje con el que dibujar un mapa del paisaje laboral en el eslab�n m�s alto de las industrias de software y del ordenador. Al igual que colonos imaginarios, Ullman y sus colegas se encuentran solos en una selva de condiciones econ�micas muy diferentes de las que sus padres conocieron o hubieran podido ense�arles. Alejados de los efectos civilizadores de la pertenencia a comunidades corporativas permanentes, van a la deriva de patr�n en patr�n, como los pistoleros a sueldo en las versiones de la vida real de los westerns espagueti televisados en las madrugadas. Su poder se basa, en primer lugar, en el conocimiento de los sistemas tecnol�gicos que llevan consigo y, en segundo, en sus redes de amigos profesionales. Los v�nculos personales que mantienen entre ellos son tenues y de poca duraci�n. Est�n solos. Viven ajenos a los mundos exteriores a su industria por dos razones: la primera es porque, cuando codifican, trabajan en un estado psicol�gicamente incorp�reo durante largos per�odos de tiempo y, la segunda, porque para no quedarse sin empleo deben mudarse de nodo a nodo dentro de la red de sitios donde se fabrican y se usan los ordenadores y el software, y como para conseguir un nuevo trabajo han de mantener el contacto con otros programadores, viven en un paisaje social y f�sico poblado principalmente por gente como ellos. Para tener �xito dentro de tal paisaje deben ignorar el paisaje paralelo: el de las cosas locales, materiales, de reuniones ciudadanas, de asociaciones de padres y profesores, de participaci�n en la vida c�vica. Se ven obligados a profesar y mantener lealtad a su propia red profesional, a sus sitios y a sus tecnolog�as; deben seguir siendo �vaqueros de consola�, dedicados a tiempo completo a errar por su propio paisaje profesional.

En dicho contexto, podemos ver que lo que busca la ret�rica de la frontera electr�nica es transformar una serie de p�rdidas personales �de tiempo con la familia y los vecinos, de conexi�n con el propio cuerpo y con la comunidad� en un mito colectivo. En otras palabras, permite que sus practicantes celebren lo que no pueden evitar. Al mismo tiempo, dado que las met�foras de la frontera captan con exactitud la soledad y la transitoriedad inherente a su trabajo, permiten asimismo tener alguna conciencia de su sufrimiento. Dentro de las industrias del ordenador y del software, la ret�rica de la frontera electr�nica parece ofrecer una especie de puente ideol�gico entre realidades dif�ciles y ficciones atractivas. Incluso si permite que los trabajadores vislumbren el aprieto en que se encuentran, transforma dicho aprieto en un lugar de hero�smo potencial, muy en la tradici�n del �mito americano�.

Esto estar�a bien si se tratase estrictamente de un asunto privado dentro de la industria de la inform�tica. Pero no es as�. Desde que naci� hace aproximadamente una d�cada, la ret�rica de la frontera electr�nica ha servido como uno de los principales arquetipos con que los representantes de la industria, los acad�micos, los pol�ticos y otros han procurado definir el empleo y la regulaci�n de un extraordinario recurso p�blico: la Red de Internet. En tal contexto, la met�fora de la frontera electr�nica no s�lo ha aliviado la ansiedad de una elite de la informaci�n, sino que ha aumentado su poder econ�mico. Podr�a ofrecer aqu� un buen n�mero de ejemplos de este fen�meno (lo he hecho en otro ensayo mucho m�s largo), pero dadas las limitaciones de tiempo, me gustar�a centrarme en las maneras en que dos asunciones particulares inherentes a la met�fora electr�nica de la frontera han alterado la forma de la Red de Internet.

En primer lugar, consideremos la noci�n de que el ciberespacio, el espacio de Internet, es de alg�n modo un lugar aparte del mundo ordinario material. Tal como lo expresa John Perry Barlow, que es uno de los principales defensores de esta ret�rica, la frontera electr�nica es �un mundo que est� tanto por todas partes como en ning�n lugar, pero no es donde viven los cuerpos � (Barlow, 1996: 1). Cuanto m�s consigan convencernos los consultores de la industria inform�tica como Barlow de que Internet no est�, de alg�n modo, �en ninguna parte�, m�s dif�cil nos resultar� ver que Internet basa su existencia en redes verdaderas, materiales, de cables e interruptores, antenas y sat�lites. Tal como algunos economistas pol�ticos han se�alado, las corporaciones que fabrican y distribuyen este equipamiento �entre ellas las corporaciones a las que Barlow ha servido a cambio de elevados honorarios� a menudo tienen agendas bastante en desacuerdo con las de los usuarios de Internet (Schiller, 1998; Herman y McChesney, 1997; Branscomb, 1994). La met�fora electr�nica de la frontera, al volver invisible el poder de los due�os de la infraestructura, hace mucho m�s dif�cil que los usuarios de Internet desaf�en dicho poder.

En segundo lugar, consideremos la noci�n de que, en su calidad de frontera, Internet es de alg�n modo accesible en igualdad de condiciones a todos los usuarios. Barlow y otros argumentan que, debido a que se trata de un mundo incorp�reo, la frontera permite abolir los sistemas basados en la distinci�n corporal que plagan nuestras vidas materiales. Cualquiera, escribe, puede entrar en la frontera electr�nica �sin el privilegio o el prejuicio de la raza, el poder econ�mico, la fuerza militar o el lugar de su nacimiento� (1996:1). Pero si aceptamos este punto de vista deberemos ignorar el hecho de que buena parte de la tierra no tiene acceso a Internet ni lo tendr� probablemente durante alg�n tiempo. Incluso en los Estados Unidos, por ejemplo, en 1995 unos siete millones de hogares carec�an de tel�fono (Ebo, 1998: 6) y, en 1998, en torno al 30% de los hogares no ten�an acceso a la televisi�n por cable (Seiter, 1999: 147). Parece improbable que esos estadounidenses compren pronto ordenadores y se suscriban a Am�rica On Line. Por �ltimo, la imagen que los ide�logos electr�nicos de la frontera dan de individuos id�nticos y autosuficientes deja en la penumbra todas las diferencias que, seg�n han demostrado los investigadores, influyen sobre el acceso a los ordenadores y el uso que se les da. Entre dichas diferencias se encuentran el g�nero (Seiter, 1999; Clemente, 1998) y el origen �tnico (Ebo, 1998; Clemente, 1998), pero tambi�n el grado de educaci�n y el lugar de empleo. Con un grado m�nimo de alfabetizaci�n y el acceso a un ordenador, por ejemplo, pr�cticamente cualquiera puede aprender c�mo descargar un software o hacer un pedido a trav�s de Internet, pero parece improbable que tales personas se dediquen a las formas m�s complejas de interacci�n mediada por ordenador �formas que otorgan un poder�, en particular las que requieren grandes conocimientos de programaci�n y un acceso casi constante a m�quinas de alto nivel.

Por lo tanto, persiste la pregunta: Si la ideolog�a de la frontera electr�nica pinta un cuadro tan inexacto del presente y del futuro de la comunicaci�n mediada por ordenador, �por qu� es tan popular? Yo creo que la respuesta descansa en parte en el hecho de que quienes la promueven tienen un acceso extraordinario a instituciones de elite, incluida la prensa, las principales universidades y el gobierno nacional. Es dif�cil imaginar organizaciones m�s implicadas en los debates contempor�neos sobre la tecnolog�a que el Massachusetts Institute of Technology y la revista Wired o portavoces sobre estas cuestiones m�s ampliamente citados que Esther Dyson o John Perry Barlow. Adem�s, tal como sugiere el trabajo de Manuel Castells, puede que la ret�rica de la frontera electr�nica tenga tambi�n una amplia aceptaci�n en este momento porque alivia la ansiedad de los trabajadores de muchas industrias. Tal como escribe Ellen Ullman, es posible que

 

�los trabajadores virtuales seamos el futuro de todo el mundo. Vagamos de empleo en empleo y, en la actualidad, a cualquiera le resulta dif�cil ser estable. Nuestros compromisos de trabajo son contractuales, contingentes, ef�meros, y este modelo de vida insegura se extiende a nuestro alrededor. Puedo equivocarme, pero creo que los programadores somos hoy en el mundo como aquellos canarios que anta�o, en las minas de carb�n, avisaban con su muerte a los mineros cuando el aire se volv�a enrarecido. Nos pasamos la vida solos ante la pantalla. Nuestras vidas giran en torno al ordenador. Vivimos en un ambiente de competici�n con los m�s preparados, donde triunfa el mejor informado y experto y los dem�s se quedan fuera, y �sta es la vida laboral que le espera a la mayor�a. Todos est�n de acuerdo: aprende mucho o te quedar�s rezagado.� (1997: 146)

 

Si Ullman tiene raz�n, puede que la ideolog�a electr�nica de la frontera represente no s�lo una forma de autopromoci�n simb�lica por parte de la clase virtual, sino tambi�n una tentaci�n para el resto de la gente. Confrontados con una transitoriedad forzada, r�pidos cambios laborales, un apego cada vez menor por los lugares y sus historias y una imprecisi�n de todas las antiguas fronteras entre el hogar y el trabajo, puede que nos tiente el considerarnos pioneros de una nueva frontera social y tecnol�gica. Al igual que los expertos en inform�tica, podremos volver a escribir nuestras vidas adapt�ndolas a un drama nacional, imagin�ndonos de nuevo como vaqueros y astronautas, y podremos comprar y usar ordenadores en parte para sostener dicha fantas�a. Pero si lo hacemos, perderemos la capacidad de identificar y de hacer frente a las fuerzas sociales, econ�micas y tecnol�gicas que hoy en d�a est�n creando no s�lo la comunicaci�n a trav�s del ordenador, sino nuestras propias vidas.

 

* El neologismo ingl�s digerati es un h�brido de digital y literati y designa a quienes son expertos en inform�tica. (N. del T.)

 

 

Bibliograf�a

Barbrook, Richard, and Andy Cameron. 1998. The Californian Ideology. www.wmin.ac.uk/media/HRC/ci/calif1.html. Last modified 26-May-98.

Barlow, John Perry. 1996. �A declaration of the independence of cyberspace�, Davos, Switzerland, February 8, 1996; http://members.iquest.net/~dmasson/barlow/Declaration-Final.html; downloaded 11/15/98.

Branscomb, Anne W. 1994. Who owns information?: from privacy to public access. New York, NY: BasicBooks.

Brockman, John. 1996. Digerati: encounters with the cyber elite. 1st ed. San Francisco: HardWired: Distributed to the trade by Publishers Group West.

Castells, Manuel. 1996. The rise of the network society. Information age; 1. Ed. Manuel Castells. Cambridge, Mass.: Blackwell Publishers.

Clemente, Peter C. 1998. State of the net: the new frontier. New York: McGraw Hill.

Coupland, Douglas. 1995. Microserfs. 1st ed. New York: ReganBooks.

Dyson, Esther. 1997. Release 2.0: a design for living in the digital age. 1st ed. New York: Broadway Books.

Dyson, Esther, et al. 1994. �Cyberspace and the American Dream: A Magna Carta for the Knowledge Age. Release 1.2�. Washington, D.C.: The Peace and Progress Foundation.

Ebo, Bosah L., ed. 1998. Cyberghetto or cybertopia?: race, class, and gender on the Internet. Westport, Conn.: Praeger.

Hayes, Dennis. 1989. Behind the silicon curtain: the seductions of work in a lonely era. Boston, MA: South End Press.

Healy, Dave. 1997. �Cyberspace and Place: The Internet as Middle Landscape on the Electronic Frontier�. En Porter, David, ed. Internet culture. New York: Routledge.

Herman, Edward S., and Robert Waterman McChesney. 1997. The global media: the new missionaries of corporate capitalism. London; Washington, D.C.: Cassell. (Edici�n castellana: Los medios globales, C�tedra, Madrid 1999. Traducci�n de Manuel Talens).

Kroker, Arthur, and Michael A. Weinstein. 1994. Data Trash: The Theory of the Virtual Class. New York: St. Martin's Press.

Miller, Laura. 1995. �Women and children first: gender and the settling of the electronic frontier�. Resisting the virtual life: the culture and politics of information. Eds. James Brook and Iain A. Boal. San Francisco, CA: City Lights Books. 49-58.

Mitchell, William J. 1995. City of bits: space, place, and the infobahn. Cambridge, Mass.: MIT Press.

Porter, David, ed. 1997. Internet culture. New York: Routledge.

Schiller, Dan. 1999. Digital capitalism: networking the global market system. Cambridge, MA and London, England: MIT Press.

Seiter, Ellen. 1999. Television and new media audiences. Oxford television studies. Oxford and New York: Clarendon Press; Oxford University Press.

Sobchack, Vivian. 1996. �Democratic franchise and the electronic frontier�. Sardar, Ziauddin, and Jerome R. Ravetz, eds. Cyberfutures: culture and politics on the information superhighway. New York: New York University Press.

Ullman, Ellen. 1997. Close to the machine: technophilia and its discontents. San Francisco: City Lights Books.

Fred Turner es Profesor Ayudante en el Departamento de Comunicaci�n de la Universidad Stanford (EE.UU.).

 

Rebeli�n, jueves 16 de enero de 2003

 


SI DESEA COTEJAR EL ORIGINAL EN INGL�S DE ESTE ENSAYO, PULSE EN:

http://www.cpsr.org/essays/2001/CPSREPText.htm

SI DESEA LEER ESTA TRADUCCI�N EN EL SITIO WEB DE REBELI�N, PULSE SOBRE LA IMAGEN

Rebelión

 

Fred Turner en espa�ol

Pulse para volver a la página anterior

 
 

� Manuel Talens 2002