El inestable panorama del trabajo en la sociedad informatizada
�ES EL CIBERESPACIO LA NUEVA FRONTERA?
Fred Turner
Traducido
para Rebeli�n por Manuel Talens
La ret�rica estadounidense de la frontera se ha convertido durante la
�ltima d�cada en uno de los temas dominantes de toda discusi�n sobre
las nuevas tecnolog�as inform�ticas y sus efectos sociales. Desde las
p�ginas de la revista Wired a los pasillos del Congreso,
acad�micos, l�deres de la industria, pol�ticos y periodistas han
transformado metaf�ricamente muchas formas de comunicaci�n mediada por
ordenador en un paisaje imaginario y, de manera expresa, en �una
frontera electr�nica�. Por ejemplo, seg�n William Mitchell �decano en
el Massachusetts Institute of Technology�, �el ciberespacio es el
nuevo territorio que se extiende m�s all� del horizonte, el lugar que
atrae a los colonos, vaqueros, p�caros y conquistadores del siglo XXI�
(1995: 110-111). Seg�n la consultora de la industria Esther Dyson y el
futurista Alvin Toffler, �el ciberespacio es el territorio del
conocimiento y la exploraci�n de dicho territorio puede ser una
aut�ntica y elevada labor de civilizaci�n� (Dyson et al., 1994:
2).
Ante tales hip�rboles, resulta dif�cil tener presente que el �ciberespacio�
no es en absoluto un lugar, ni tampoco un reflejo futurista del pasado
estadounidense. En este ensayo, plantear� las preguntas de c�mo y por
qu� a tanta gente le ha dado por pensar que una serie de ordenadores
vinculados entre s� y los tipos de comunicaci�n que posibilitan poseen
una topograf�a coherente y, en particular, un paisaje que se ajusta al
�mito americano�. Diversos cr�ticos han argumentado que la ret�rica de
la frontera electr�nica simplemente representa la repetici�n de temas
cl�sicos literarios estadounidenses en un momento nuevo (Miller, 1995;
Sobchack, 1996; Healy, 1997), pero yo creo que dicha ret�rica ha
surgido menos de las nieblas de la historia literaria que de los
esfuerzos de una comunidad particular de fabricantes de ordenadores,
programadores de software, consultores corporativos y acad�micos. Este
grupo, denominado �la clase virtual� (Kroker y Weinstein, 1994) o los
digerati * (Brockman, 1996), es el que ha promovido
sin descanso la idea de la comunicaci�n mediada por ordenador como una
exploraci�n de la frontera. Yo, al igual que otros cr�ticos �en
especial Kroker y Weinstein (1994) y Barbrook y Cameron (1998) �,
sostengo aqu� que en parte lo han hecho con vistas a obtener ventajas
sociales y econ�micas para su clase, pero tambi�n que esta elite
emergente ha utilizado la ret�rica de la frontera electr�nica para
identificar y aliviar la ansiedad que provocan los grandes cambios que
han tenido lugar durante los �ltimos veinticinco a�os en las pr�cticas
laborales y en la movilidad personal, cambios desencadenados por las
propias industrias del ordenador y del software.
Tal como el soci�logo Manuel Castells y otros han se�alado, los
Estados Unidos del ciudadano con traje y corbata �un mundo dominado
por compa��as organizadas de manera jer�rquica, que ofrecen un empleo
m�s o menos estable� han empezado a desaparecer y, en su lugar, ha
surgido lo que Castells denomina la �sociedad interconectada�.
Castells indica que, contrariamente a lo que antes suced�a en las
sociedades industriales, que organizaban sus econom�as principalmente
en torno a la producci�n de bienes materiales, �la sociedad
interconectada� ha comenzado a organizarse en torno a �la tecnolog�a
de generaci�n del conocimiento, de la inform�tica, y de la
comunicaci�n simb�lica� (1996: 17). En la pr�ctica, esto significa que
un n�mero cada vez mayor de trabajadores se ganan la vida no s�lo
procesando informaci�n, sino que usan las tecnolog�as de procesamiento
inform�tico (tales como los sistemas operativos) para crear nuevas
tecnolog�as de la informaci�n (por ejemplo, softwares m�dicos o
financieros). Los trabajadores ahora usan la informaci�n no s�lo para
gestionar la producci�n de bienes materiales, sino tambi�n para
producir la informaci�n como una especie de �bien� en s� mismo.
Seg�n Castells, la mayor parte de este nuevo trabajo tiene lugar
dentro de �empresas interconectadas�. Dichas compa��as pueden tener su
sede en una naci�n o en otra, pero hacen negocios en todo el mundo
veinticuatro horas por d�a, y ello con la ayuda de redes electr�nicas
de intercambio de informaci�n. Tales empresas est�n organizadas de
manera horizontal en una serie de unidades descentralizadas, cada una
de las cuales se halla vinculada a las dem�s y, al mismo tiempo,
funciona en gran parte de manera aut�noma. Gracias a esta nueva forma
de organizaci�n macroecon�mica, los trabajadores son m�s
independientes pero, al mismo tiempo, tienen menos poder. Por un lado,
escribe Castells, �la difusi�n de la tecnolog�a avanzada de la
informaci�n en f�bricas y oficinas� ha conducido a una
�mayor�necesidad de trabajadores aut�nomos, cultos, capaces y
dispuestos a programar y a decidir secuencias enteras de trabajo�
(1996: 241). Por el otro, sin embargo, la necesidad que tienen las
organizaciones interconectadas de ser flexibles para poder responder a
los cambios de las condiciones econ�micas �junto con su capacidad de
situar sus operaciones casi en cualquier parte del mundo� ha hecho que
incluso los trabajadores de mayor formaci�n intelectual sean sumamente
vulnerables. Las empresas pueden reducir el tama�o de sus compa��as
�con frecuencia lo hacen�, as� como subcontratar, echar mano del
trabajo temporal y automatizar o trasladar ciertas tareas (1996: 239).
Por consiguiente, los trabajadores se han visto en la obligaci�n de
ser sumamente emprendedores en todos los niveles.
Esto es mucho m�s evidente en las industrias del ordenador y del
software, incluso en los puestos de mayor preparaci�n y mejor pagados.
Las compa��as del Silicon Valley se enfrentan con una variedad de
�fuerzas perturbadoras�, que incluyen �el �xito inmediato, los inicios
dif�ciles en el mercado, los planes apremiantes de desarrollo, la
obsolescencia repentina de sus productos, la competencia inesperada e
implacable, los errores imprevistos y los patrocinadores financieros
desleales� (Hayes, 1989:43-44). Por ello, �insisten en contratar
grupos flexibles de trabajadores y gestores� y trasvasan as� las
inestabilidades del mercado a su mano de obra (Hayes, 1989: 43-44). En
el eslab�n inferior de esta cadena, a los trabajadores no les queda
m�s remedio que deambular de empleo en empleo como mejor pueden. En el
superior, los trabajadores m�s expertos a menudo cambian de trabajo
con la ayuda de agencias o de una red de amigos profesionales, pero en
ambos casos el trabajo en la industria inform�tica les exige una
enorme dedicaci�n a corto plazo y una gran flexibilidad a largo plazo.
Hay quienes durante a�os han celebrado tales exigencias como una
fuente de perfeccionamiento personal individual y de productividad
industrial. La novela Microserfs [1995], de Douglas Coupland,
por ejemplo, cuenta la historia de Dan, un inspector de errores de
veintis�is a�os que trabaja para Microsoft y que deja la compa��a para
asociarse con varios amigos y crear, a partes iguales, un �Lego
virtual� (1995: 71-72). Durante la mayor parte del libro la empresa
amenaza con fracasar, pero al final encuentran suficiente capital de
inversi�n y Dan y sus amigos parecen destinados a la riqueza.
Sin embargo, incluso si el libro alaba la movilidad en el Silicon
Valley, muestra tambi�n las dif�ciles condiciones de trabajo
existentes. Tal como lo explica la voz narradora, �los plazos
temporales son extremos en la industria de la tecnolog�a. La vida
transcurre a una velocidad cincuenta veces superior a la normal�
(1995: 355). En el eslab�n inferior, los apremiantes plazos de
producci�n obligan a programadores como Dan a trabajar hasta cuarenta
y ocho horas seguidas (una pr�ctica que ellos denominan �el vuelo a
Australia�) (1995: 110), lo cual, a su vez, hace que pierdan contacto
con sus cuerpos. �Trabajar dormir, trabajar, dormir, trabajar,
dormir��, escribe Dan en su diario. �Siento como si mi cuerpo fuese un
coche en el que paseo a mi cerebro, como una madre de los suburbios
que lleva a sus hijos a jugar al hockey� (1995: 4). Adem�s, los
desenfrenados ciclos de desarrollo de los productos hacen que toda la
industria necesite individuos j�venes. En su diario, por
ejemplo, Dan establece una serie de m�ximas para la obtenci�n de
empleo en el mundo de los multimedia, que incluyen las nociones de que
una empresa no puede pretender m�s de diez a�os de dedicaci�n completa
al trabajo y que �el l�mite superior de la edad de la gente con
instintos para este negocio es de aproximadamente cuarenta a�os�
(1995: 296).
En un �mbito m�s ampliamente social, Microserfs hace la cr�nica
de la disgregaci�n de los trabajadores que Castells considera t�pica
de la empresa interconectada. Coupland se�ala, por ejemplo, que la
arquitectura de las plantas de la industria inform�tica ha cambiado en
varias d�cadas. En los a�os setenta, las compa��as agregaron duchas
para los empleados que hac�an footing. En los ochenta pasaron a ser
campus, a veces con servicios de comedor y dormitorios. Este per�odo,
escribe Coupland, estuvo marcado por un esp�ritu corporativo que
describe mediante la m�xima �entr�guenos usted su vida entera o no le
permitiremos trabajar en buenos proyectos� (1995: 211). En los
noventa, Coupland explica que �las corporaciones ya ni siquiera
contratan gente, sino que la gente se convierte en sus propias
corporaciones� (1995: 211). En otras palabras, incluso si las empresas
exigen un mayor compromiso a sus trabajadores, tambi�n los obliga a
hacerse cada vez m�s independientes. Esta independencia, a su vez, ha
hecho que muchos de ellos sean sumamente m�viles. Los sitios donde un
programador puede encontrar trabajo son limitados y, tal como sugiere
Coupland, los programadores suelen intercambiarse entre ellos. En
consecuencia, estas redes de empleo tienden a sustituir a las formas
anteriores de cohesi�n social. En Microsefs, la filos�fica
programadora Karla, novia de Dan, describe as� el problema:
�No olvides que la mayor parte de los
que vinimos al Silicon Valley carecemos de las estructuras
tradicionales que en otros sitios del mundo otorgan identidad: la
religi�n, la pol�tica, la estructura familiar, las ra�ces, el sentido
de la historia u otros sistemas de creencias, que hacen que los
individuos no tengan que preguntarse qui�nes son. Aqu� uno se las ha
de arreglar solo. �Es un trabajo enorme, pero f�jate en la
cantidad de ideas que surgen del pl�stico! (1995: 236)�
En los comentarios de Karla se percibe la presencia de algunos de los
principios de la ret�rica de la frontera electr�nica: la soledad, el
individualismo, la necesidad de inventiva y hasta la sugerencia de un
sentido de misi�n. Pero tambi�n podemos ver que tales principios han
surgido de la destrucci�n de otro modelo de cohesi�n individual y
social, como son los ritmos del ciclo de la vida y la necesidad de un
lugar social y geogr�fico. Los d�as y las noches han desaparecido en
las org�as de la codificaci�n. La vejez ha dejado de ser una fuente de
autoridad para convertirse en un signo de incapacidad laboral. Es
posible trabajar con un ordenador en cualquier sitio y, de hecho, para
no perder el trabajo uno ha de estar dispuesto a mudarse, con lo cual
participa poco en organizaciones sociales locales y no pertenece a
ninguna parte. El paisaje social de la industria inform�tica, sin
religi�n, pol�tica, familia, historia ni obligaciones a un lugar
particular, es una versi�n contempor�nea del territorio de Nebraska,
una llanura abierta de par en par, donde sus habitantes se las
arreglan sin ayuda de nadie.
En el mundo de la ficci�n de Coupland, esa soledad permite que Dan y
sus amigos se regeneren y se enriquezcan a s� mismos. No obstante, en
Close to the Machine: technophilia and its
discontents
(1997), libro en el que Ellen Ullman cuenta las memorias de su
vida como programadora e ingeniero de software, sugiere que, en el
mundo real, la transitoriedad y la soledad del trabajo en la industria
inform�tica son m�s destructoras que constructoras para el individuo.
A sus cuarenta y seis a�os, Ullman ha programado ordenadores desde
1971 y en la actualidad trabaja como ingeniero independiente de
software. Hace a�os trabaj� como empleada, pero su empresa fue
absorbida por otra. Hoy d�a escribe, �mis clientes me contratan para
hacer un trabajo y se desprenden de m� cuando lo termino. Yo contrato
el siguiente eslab�n de contratistas y luego me desprendo de ellos�
(1997: 126). Tal como sugiere Castells, esto es t�pico de la sociedad
interconectada, las presiones del r�pido cambio tecnol�gico y
econ�mico han llevado a Ullman a practicar el modelo de trabajo de la
empresa interconectada. En su libro explica que sus clientes esperan
que consultores como ella
�re�nan un grupo de gente para hacer
un trabajo, lleven �ste a cabo y despu�s lo disuelvan. Nadie tiene por
qu� invertir en una persona o en unas habilidades, eso no tiene
sentido�Las habilidades cambian antes que la persona, por lo que
siempre es m�s sencillo cambiar a la persona.� (1997: 129).
En el interior de sus redes basadas en el trabajo, Ullman y sus
colegas mantienen contactos emocionales muy intensos, pero apenas se
termina el proyecto, el grupo, que ha llegado a intimar, debe
dispersarse. Tales interrupciones son dolorosas, si bien la angustia
que causan no es nada en comparaci�n con el miedo que tiene Ullman a
caer en desuso. Las tecnolog�as con que trabaja cambian sin cesar y,
si desea permanecer en el negocio, tiene que estar al d�a. Desde 1971,
escribe,
�he aprendido seis lenguajes de
programaci�n del m�s alto nivel, tres ensambladores, dos lenguajes de
recuperaci�n de datos, ocho lenguajes de procesamiento de trabajo,
diecisiete lenguajes de escritura, diez tipos de macros, dos lenguajes
de definici�n de objeto, sesenta y ocho interfaces de programaci�n de
bibliotecas, cinco variedades de redes y ocho entornos de operaciones,
que en realidad son quince si multiplicamos entre s� las distintas
combinaciones de sistemas operativos y de redes. No creo que esto me
haga particularmente ins�lita. Dado el ritmo de los cambios en
inform�tica, quienquiera haya trabajado un poco en este terreno puede
ofrecer una lista similar.� (1997: 100-101)
En su juventud, el aprendizaje de estos lenguajes era mucho m�s f�cil
que ahora. Ullman ha entrado en la madurez, un per�odo que, seg�n
cre�a antes, ser�a �el momento de la consolidaci�n� (1997: 105). A los
cuarenta y seis a�os empieza a estar cansada. �El tiempo me dice que
deje de buscar lo �ltimo que acaba de aparecer�, escribe. �Mi reloj
biol�gico no quiere seguir funcionando a toda prisa como un chip, cada
vez m�s r�pido a�o tras a�o� (1997: 105).
Pero dadas las exigencias de la industria en que trabaja, el reloj
biol�gico de Ullman tendr� que esperar. Como Coupland, Ullman
representa un mundo en el que los ritmos biol�gicos, as� como las
instituciones sociales que sol�an organizarlos, ya no se ajustan a las
expectativas de la industria. En su lugar, escribe Ullman con
sarcasmo, los trabajadores como ella deben seguir un pu�ado de reglas:
�Vive a tu aire y espera que los dem�s hagan lo mismo. No lleves
ninguna carga. S� libre o muere. S�, es cierto, uno s�lo puede confiar
en s� mismo� (1997: 127).
Tal como sugiere, la ret�rica de la frontera electr�nica proporciona
un lenguaje con el que dibujar un mapa del paisaje laboral en el
eslab�n m�s alto de las industrias de software y del ordenador. Al
igual que colonos imaginarios, Ullman y sus colegas se encuentran
solos en una selva de condiciones econ�micas muy diferentes de las que
sus padres conocieron o hubieran podido ense�arles. Alejados de los
efectos civilizadores de la pertenencia a comunidades corporativas
permanentes, van a la deriva de patr�n en patr�n, como los pistoleros
a sueldo en las versiones de la vida real de los westerns espagueti
televisados en las madrugadas. Su poder se basa, en primer lugar, en
el conocimiento de los sistemas tecnol�gicos que llevan consigo y, en
segundo, en sus redes de amigos profesionales. Los v�nculos personales
que mantienen entre ellos son tenues y de poca duraci�n. Est�n solos.
Viven ajenos a los mundos exteriores a su industria por dos razones:
la primera es porque, cuando codifican, trabajan en un estado
psicol�gicamente incorp�reo durante largos per�odos de tiempo y, la
segunda, porque para no quedarse sin empleo deben mudarse de nodo a
nodo dentro de la red de sitios donde se fabrican y se usan los
ordenadores y el software, y como para conseguir un nuevo trabajo han
de mantener el contacto con otros programadores, viven en un paisaje
social y f�sico poblado principalmente por gente como ellos. Para
tener �xito dentro de tal paisaje deben ignorar el paisaje paralelo:
el de las cosas locales, materiales, de reuniones ciudadanas, de
asociaciones de padres y profesores, de participaci�n en la vida
c�vica. Se ven obligados a profesar y mantener lealtad a su propia red
profesional, a sus sitios y a sus tecnolog�as; deben seguir siendo
�vaqueros de consola�, dedicados a tiempo completo a errar por su
propio paisaje profesional.
En dicho contexto, podemos ver que lo que busca la ret�rica de la
frontera electr�nica es transformar una serie de p�rdidas personales
�de tiempo con la familia y los vecinos, de conexi�n con el propio
cuerpo y con la comunidad� en un mito colectivo. En otras palabras,
permite que sus practicantes celebren lo que no pueden evitar. Al
mismo tiempo, dado que las met�foras de la frontera captan con
exactitud la soledad y la transitoriedad inherente a su trabajo,
permiten asimismo tener alguna conciencia de su sufrimiento. Dentro de
las industrias del ordenador y del software, la ret�rica de la
frontera electr�nica parece ofrecer una especie de puente ideol�gico
entre realidades dif�ciles y ficciones atractivas. Incluso si permite
que los trabajadores vislumbren el aprieto en que se encuentran,
transforma dicho aprieto en un lugar de hero�smo potencial, muy en la
tradici�n del �mito americano�.
Esto estar�a bien si se tratase estrictamente de un asunto privado
dentro de la industria de la inform�tica. Pero no es as�. Desde que
naci� hace aproximadamente una d�cada, la ret�rica de la frontera
electr�nica ha servido como uno de los principales arquetipos con que
los representantes de la industria, los acad�micos, los pol�ticos y
otros han procurado definir el empleo y la regulaci�n de un
extraordinario recurso p�blico: la Red de Internet. En tal contexto,
la met�fora de la frontera electr�nica no s�lo ha aliviado la ansiedad
de una elite de la informaci�n, sino que ha aumentado su poder
econ�mico. Podr�a ofrecer aqu� un buen n�mero de ejemplos de este
fen�meno (lo he hecho en otro ensayo mucho m�s largo), pero dadas las
limitaciones de tiempo, me gustar�a centrarme en las maneras en que
dos asunciones particulares inherentes a la met�fora electr�nica de la
frontera han alterado la forma de la Red de Internet.
En primer lugar, consideremos la noci�n de que el ciberespacio, el
espacio de Internet, es de alg�n modo un lugar aparte del mundo
ordinario material. Tal como lo expresa John Perry Barlow, que es uno
de los principales defensores de esta ret�rica, la frontera
electr�nica es �un mundo que est� tanto por todas partes como en
ning�n lugar, pero no es donde viven los cuerpos � (Barlow, 1996: 1).
Cuanto m�s consigan convencernos los consultores de la industria
inform�tica como Barlow de que Internet no est�, de alg�n modo, �en
ninguna parte�, m�s dif�cil nos resultar� ver que Internet basa su
existencia en redes verdaderas, materiales, de cables e interruptores,
antenas y sat�lites. Tal como algunos economistas pol�ticos han
se�alado, las corporaciones que fabrican y distribuyen este
equipamiento �entre ellas las corporaciones a las que Barlow ha
servido a cambio de elevados honorarios� a menudo tienen agendas
bastante en desacuerdo con las de los usuarios de Internet (Schiller,
1998; Herman y McChesney, 1997; Branscomb, 1994). La met�fora
electr�nica de la frontera, al volver invisible el poder de los due�os
de la infraestructura, hace mucho m�s dif�cil que los usuarios de
Internet desaf�en dicho poder.
En segundo lugar, consideremos la noci�n de que, en su calidad de
frontera, Internet es de alg�n modo accesible en igualdad de
condiciones a todos los usuarios. Barlow y otros argumentan que,
debido a que se trata de un mundo incorp�reo, la frontera permite
abolir los sistemas basados en la distinci�n corporal que plagan
nuestras vidas materiales. Cualquiera, escribe, puede entrar en la
frontera electr�nica �sin el privilegio o el prejuicio de la raza, el
poder econ�mico, la fuerza militar o el lugar de su nacimiento�
(1996:1). Pero si aceptamos este punto de vista deberemos ignorar el
hecho de que buena parte de la tierra no tiene acceso a Internet ni lo
tendr� probablemente durante alg�n tiempo. Incluso en los Estados
Unidos, por ejemplo, en 1995 unos siete millones de hogares carec�an
de tel�fono (Ebo, 1998: 6) y, en 1998, en torno al 30% de los
hogares no ten�an acceso a la televisi�n por cable (Seiter, 1999:
147). Parece improbable que esos estadounidenses compren pronto
ordenadores y se suscriban a Am�rica On Line. Por �ltimo, la imagen
que los ide�logos electr�nicos de la frontera dan de individuos
id�nticos y autosuficientes deja en la penumbra todas las diferencias
que, seg�n han demostrado los investigadores, influyen sobre el acceso
a los ordenadores y el uso que se les da. Entre dichas diferencias se
encuentran el g�nero (Seiter, 1999; Clemente, 1998) y el origen �tnico
(Ebo, 1998; Clemente, 1998), pero tambi�n el grado de educaci�n y el
lugar de empleo. Con un grado m�nimo de alfabetizaci�n y el acceso a
un ordenador, por ejemplo, pr�cticamente cualquiera puede aprender
c�mo descargar un software o hacer un pedido a trav�s de Internet,
pero parece improbable que tales personas se dediquen a las formas m�s
complejas de interacci�n mediada por ordenador �formas que otorgan un
poder�, en particular las que requieren grandes conocimientos de
programaci�n y un acceso casi constante a m�quinas de alto nivel.
Por lo tanto, persiste la pregunta: Si la ideolog�a de la frontera
electr�nica pinta un cuadro tan inexacto del presente y del futuro de
la comunicaci�n mediada por ordenador, �por qu� es tan popular? Yo
creo que la respuesta descansa en parte en el hecho de que quienes la
promueven tienen un acceso extraordinario a instituciones de elite,
incluida la prensa, las principales universidades y el gobierno
nacional. Es dif�cil imaginar organizaciones m�s implicadas en los
debates contempor�neos sobre la tecnolog�a que el Massachusetts
Institute of Technology y la revista Wired o portavoces sobre
estas cuestiones m�s ampliamente citados que Esther Dyson o John Perry
Barlow. Adem�s, tal como sugiere el trabajo de Manuel Castells, puede
que la ret�rica de la frontera electr�nica tenga tambi�n una amplia
aceptaci�n en este momento porque alivia la ansiedad de los
trabajadores de muchas industrias. Tal como escribe Ellen Ullman, es
posible que
�los trabajadores virtuales seamos el
futuro de todo el mundo. Vagamos de empleo en empleo y, en la
actualidad, a cualquiera le resulta dif�cil ser estable. Nuestros
compromisos de trabajo son contractuales, contingentes, ef�meros, y
este modelo de vida insegura se extiende a nuestro alrededor. Puedo
equivocarme, pero creo que los programadores somos hoy en el mundo
como aquellos canarios que anta�o, en las minas de carb�n, avisaban
con su muerte a los mineros cuando el aire se volv�a enrarecido. Nos
pasamos la vida solos ante la pantalla. Nuestras vidas giran en torno
al ordenador. Vivimos en un ambiente de competici�n con los m�s
preparados, donde triunfa el mejor informado y experto y los dem�s se
quedan fuera, y �sta es la vida laboral que le espera a la mayor�a.
Todos est�n de acuerdo: aprende mucho o te quedar�s rezagado.� (1997:
146)
Si Ullman tiene raz�n, puede que la ideolog�a electr�nica de la
frontera represente no s�lo una forma de autopromoci�n simb�lica por
parte de la clase virtual, sino tambi�n una tentaci�n para el resto de
la gente. Confrontados con una transitoriedad forzada, r�pidos cambios
laborales, un apego cada vez menor por los lugares y sus historias y
una imprecisi�n de todas las antiguas fronteras entre el hogar y el
trabajo, puede que nos tiente el considerarnos pioneros de una nueva
frontera social y tecnol�gica. Al igual que los expertos en
inform�tica, podremos volver a escribir nuestras vidas adapt�ndolas a
un drama nacional, imagin�ndonos de nuevo como vaqueros y astronautas,
y podremos comprar y usar ordenadores en parte para sostener dicha
fantas�a. Pero si lo hacemos, perderemos la capacidad de identificar y
de hacer frente a las fuerzas sociales, econ�micas y tecnol�gicas que
hoy en d�a est�n creando no s�lo la comunicaci�n a trav�s del
ordenador, sino nuestras propias vidas.
*
El neologismo ingl�s digerati es un h�brido de digital y
literati y designa a quienes son expertos en inform�tica.
(N. del T.)
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Fred Turner
es Profesor Ayudante en el Departamento de Comunicaci�n de la
Universidad Stanford (EE.UU.).
Rebeli�n,
jueves 16 de enero de 2003
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