La
est�tica de lo ef�mero
MANUEL TALENS
Leo en Babelia una sugerente cr�tica de Ignacio Echevarr�a sobre el libro McOndo -un
abanico de cuentos escritos por los denominados nuevos narradores j�venes de
este pa�s y del mundo hispano- y me apresuro a hojearlo en mi librer�a de siempre. Los
nombres de nuestros primos cuentistas de Am�rica son desconocidos aqu� y la
identidad de los tres espa�oles me inspira desconfianza: la cr�tica seria
(?) los considera poco m�s que chapuceros del papel. Decido comprarlo.
Al mediod�a, tras engullir con m�s pena que gloria las ciento quince primeras p�ginas,
decido dar una vuelta por la carretera del Saler: el cielo y el mar me ayudan siempre a
digerir las lecturas indigestas, como una especie de bicarbonato mental. Dejo a un lado el
Perell� y los Marenys, y desemboco en Cullera. A lo largo del camino, los edificios que
bordean la playa me han ido recordando las palabras de Echevarr�a a prop�sito del
estilo internacional, esa uniformizadora tendencia arquitect�nica, literaria
y de las artes que, a fuerza de no querer cambiar el mundo sino lograr un puesto al sol,
es de todos y es de nadie; da lo mismo pasear por un suburbio de Bilbao que de G�nova,
leer un relato de aqu� o de all�: las formas, el lenguaje, son iguales. Ante
mis ojos desfilan hileras de edificios con fachadas que al poco de nacer ya muestran la
carcoma del tiempo. Fueron construidas en serie para durar poco m�s que quienes las
habitan y probablemente ninguna de ellas estar� en pie cuando llegue el siglo XXII.
Es el signo de la era industrial: el engranaje impone consumir y tirar a la basura para
seguir consumiendo y que la m�quina nunca se pare. Los palacios clasistas que �nicamente
cobijaban a los reyes nazar�es o a los Austrias, con piedras intemporales como la raza
humana, son hoy sustituidos -para bien o para mal- por estas colmenas que ejercen la
democracia prescindiendo de la belleza.
Y mientras observo el desastre arquitect�nico que en Cullera ha reemplazado al pueblecito
de hace a�os, pienso que lo mismo sucede con la literatura. McOndo es s�lo una muestra
m�s de la est�tica de lo ef�mero. En un pa�s que lee poco como el nuestro, algunas
editoriales invierten en esta nueva escritura que alguien llam� kleenex y que al parecer
se vende bien. Sus autores son j�venes, algunos -dicen- con dificultades para la
sintaxis, ya que crecieron ante el televisor, y se dirigen a un p�blico que nunca oy�
hablar de Quevedo pero sabe de memoria cualquier canci�n de Nirvana; sus novelas
prescinden de un pasado que quiz�s no conocen y, por lo tanto, no existe; en los
entresijos narrativos no caben las cuestiones �ticas, la erudici�n o las luchas sociales
que a lo largo de la historia han hecho que seamos lo que somos, pues cuando se tienen
veinte a�os, se est� en el paro y el futuro no ofrece salida, �qu� importan la
gram�tica, las arias de Puccini, Shakespeare o Van Gogh, si el mes que viene quiz�s
estaremos todos muertos de sobredosis o de polvo nuclear?
Confieso que los cuentos de McCondo no son platos de mi agrado, pero entiendo que
pertenecen a una nueva sensibilidad y no es justo descartarlos de un manotazo. Son el
reflejo del mundo que hemos creado, del arte como entertainment, del borr�n y cuenta
nueva: la prehistoria empieza durante los a�os cincuenta en alg�n lugar de los Estados
Unidos, con On the road de Jack Kerouac o Jailhouse rock de Elvis
Presley.
Juan Manuel de Prada, un novelista de esta nueva promoci�n -que s� ha le�do a Cervantes
y que no se parece al resto de la prole-, menciona en su novela Las m�scaras del h�roe a
toda una serie de escritores mediocres que en los primeros veinte a�os del siglo
eran sin�nimo de popularidad y que hoy ya s�lo sirven para amueblar un museo de
espectros. De regreso a Valencia, pienso que el olvido engullir� ma�ana a estos
triunfadores del McDonalds editorial. Pero tambi�n a los otros, a esos que a�n
creen en la inmortalidad. Y cuando al fin no quede nadie en la tierra por enchufar a la
web del internet con un fondo musical de rocknroll que pasa de moda cada
cuatro semanas, Homero y el Arcipreste de Hita, Beethoven y Marcel Proust ser�n tan
innecesarios como el serm�n de un cura.
Y qu� mas da. En mi ni�ez el arte era eterno. Hoy es tan fugaz como la vida.
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EL
PA�S-Comunidad Valenciana, s�bado 25 de enero de 1997. |
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