Fin
de curso
MANUEL TALENS
En un intento est�ril de escapar al olvido que acarrea el despiadado correr del tiempo,
los seres humanos hemos ido aprendiendo a clasificarlo todo, a dejar se�ales de nuestro
paso por este mundo escritas en papel, esculpidas en m�rmol o grabadas en la memoria.
Dichas huellas, que evocamos despu�s bajo forma de nostalgia, nos ayudan a soportar la
enojosa carga de haber nacido para desaparecer y tienen la ventaja de constituir el caldo
de cultivo en el que se escribe esa farsa complaciente que llamamos Historia, ya sea
nacional o personal.
El rey Jaime, Isabel y Fernando, los Austrias, los Borbones, la guerra civil o los
partidos de f�tbol con los amigos en la calle del barrio donde crec�, son los puntos de
anclaje que me prestan la identidad para ser lo que soy, pero �nicamente puedo
interiorizarlo ahora, una vez resuelta esa distancia temporal que sedimenta lo vivido,
convierti�ndolo en ayer.
He reflexionado sobre estas cosas los �ltimos d�as al ver a mis hijos prepararse
jubilosos a recibir el verano, pues de nuevo, como cada a�o en el mes de junio, estamos
llegando al final del curso escolar. Qu� asco de clases, dice ella,
menos mal que se acaban y tenemos vacaciones. Ya estoy harto,
a�ade �l, dentro de una semana dejar� de estudiar matem�ticas, iremos a tomar el
sol en Cullera o de excursi�n al Garb�. Hoy por hoy, eso que llamamos cultura, y
los medios para obtenerla, les importa un bledo.
Yo los observo desde mi vuelta del camino y me doy cuenta de que dicha actitud, tan
parecida a la m�a cuando tuve su edad, no es algo negativo, sino un nuevo giro de la
noria del tiempo, que nos va dejando a unos rezagados para dar a otros el protagonismo,
haciendo que las generaciones se renueven como los campos de trigo en primavera.
Me he acordado de un patio enorme con recubrimiento de macad�n y setos de aligustre donde
cada ma�ana m�s de mil ni�os, guiados por el Hermano director, cantaban himnos de tufo
fascista pidiendo a Dios que le diera salud al Caudillo y luego entraban, regimentados
como un ej�rcito indefenso, en aulas de techos alt�simos y z�calos verdes pintados al
aceite, que eran fr�as en enero y calurosas en mayo. All�, curso a curso, aprend�an
fechas inservibles y nombres de excelsas batallas, memorizaban hermosos poemas que
alud�an a diez ca�ones por banda o a Margarita, est� linda la mar, y los jueves se
confesaban de pecados mortales con un redentorista estre�ido llamado respetuosamente
padre Ferrer.
En sitios similares, dispersos por los cuatro rincones de aquella Espa�a triste que
nosotros entonces soport�bamos con inocencia, se fue forjando en los a�os cincuenta la
camada que aprendi� a desconfiar de los curas, de los uniformes y de los dogmas
rid�culos impuestos porque s�, la que hoy escribe en los peri�dicos, publica libros, se
corrompe en el poder, trabaja en oficinas o, simplemente, cr�a hijos y malvive en el
paro.
Napole�n sol�a decir que lo que m�s lo marc� en su infancia fue la primera comuni�n
(la gracia divina del Cuerpo de Cristo, ay, no le impidi� de adulto convertir Europa en
un cementerio). En mi caso, fue distinto. Pas� sin pena ni gloria por aquella hostia
consagrada que, seg�n afirmaban, hubiera debido hacerme feliz, y s�lo conservo la
evocaci�n de un traje blanco de marinero, de un peinado al flequillo y de la impunidad
para exigir durante una semana que me compraran chicle en los quioscos. Nada m�s. Las
misas por obligaci�n en el colegio de los Hermanos Maristas, los rezos interminables
durante el mes de las flores, los altaritos dedicados a la Virgen, el perenne miedo al
castigo, todo eso forma un bloque confuso en mi recuerdo, incapaz de alterarme las
pulsaciones.
Sin embargo, al o�r a mis hijos mencionar con j�bilo que estamos llegando al fin de
curso, se me acaban de inundar los sentidos con el olor inconfundible y vomitivo a sotana,
con la fragancia a goma de borrar, con el perfume de la Alhambra en d�as de hacer
novillos y con im�genes casi cinematogr�ficas de cosas insignificantes que otros habr�n
olvidado, pero que a m� me transportan a una �poca antigua, cuando a�n cre�a a ciencia
cierta que el Para�so era tener vacaciones y venir a Poliny� de
X�quer.
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