Don
P�o no quiso bailar
MANUEL TALENS
Al comentar la manera con que ciertos personajes suelen actuar cara al escenario de la
vida, el narrador de La lentitud -la novela m�s reciente de Milan
Kundera- lanza una
idea, que pretende ser nueva, utilizando las siguientes palabras: �...los pol�ticos de
hoy son un poco bailarines... [no desean] el poder, sino la gloria...�
Comparando esta alegor�a danzante con un p�rrafo de las memorias de P�o Baroja -Desde
la �ltima vuelta del camino- es f�cil ver que el novelista de San Sebasti�n se
adelant� en unas cuantas d�cadas al checo. Refiere don P�o que, cuando cursaba cuarto
de Medicina en Madrid, tuvo un profesor llamado don Jos� Letamendi, quien siendo un
verdadero zascandil, pasaba por un aut�ntico genio. El caso es que, el primer d�a de
clase, Letamendi le pregunt� al futuro escritor que qu� era para �l la Medicina. �Yo
dir�a que es el arte de curar�, respondi� Baroja. Letamendi llam� a otro alumno de la
lista y le hizo la misma pregunta. �ste, m�s al tanto de lo que esperaban de �l,
recit� como un papagayo la definici�n que el profesor hab�a acu�ado. ��Ve usted, ve
usted?�, le dijo entonces Letamendi a Baroja (y uno se lo imagina excomulgando al alumno
con el desprecio de la autoridad). Sarc�sticamente, don P�o a�ade que estuvo a punto de
decirle: �Veo que a usted le gusta la adulaci�n; yo cre� que ten�a delante una persona
seria y no una bailarina.�
Saco aqu� a relucir esta coincidencia libresca no como un hecho curioso, sino m�s bien
para recalcar algo que saben todos los que manejan la pluma y conservan un �pice de
modestia: que los escritos, aun involuntariamente, hablan siempre de otros escritos
-Umberto Eco dixit-, de tal manera que, al final, es como si hablasen entre s�.
Mediante la met�fora de los bailarines, que ilumin� una lucecita en mi mente, la novela
de Kundera me ha llevado a releer las memorias barojianas estos �ltimos d�as. Se trata
de dos tomos gruesos como ladrillos, que me tragu� de un tir�n cuando estudiaba en la
Universidad de Granada. Por entonces, v�ctima de amores imposibles, yo ven�a asiduamente
a Valencia, y recuerdo que las p�ginas melanc�licas dedicadas por don P�o a su vida en
esta ciudad, llenas de incertidumbre por la enfermedad mortal de su hermano Dar�o, de
tardes aliquebradas que transcurr�an con parsimonia mientras estudiaba en su azotea de
Cirilo Amor�s -obtuvo aqu� el t�tulo de m�dico-, hab�an provocado en m� ese
agridulce placer de la tristeza que brota espont�neamente de las causas perdidas a los
veinte a�os.
Ahora, instalado al fin en estos parajes y bajo el mismo cielo que don P�o contemplara
hace un siglo, lo he le�do de nuevo, pero esta vez sus memorias han logrado un efecto
diferente, pues ya no me han hecho languidecer como cuando cre�a que las penas eran
eternas. Muy al contrario, he percibido en Baroja un hombre distinto al que imagin� en
aquellos a�os, agn�stico, s�, hura�o, amargado y solitario, �crata at�pico que
rechazaba cualquier encasillamiento, inclusive el de anarquista, pero sin la aureola
rom�ntica que yo le atribu�a, y es que las muchas vueltas del camino me han impuesto a
m� tambi�n su realidad. Estas memorias no cambiaron, yo lo hice. Hoy d�a s� que �l
nunca busc� ser el eterno perdedor, sino que su mundo no toleraba -y el nuestro sigue sin
hacerlo- a quienes rechazan colaborar.
Las opiniones de don P�o -algunas de ellas bastante discutibles- me han hecho asimismo
reflexionar (que no es otra la funci�n de los libros) sobre la perennidad de las lacras
humanas. Veamos este ejemplo: �[Lerroux] era como casi todos nuestros pol�ticos, que
viven en una tierra que no conocen y que no les interesa, y tienen un patriotismo oratorio
y palabrero.� Si comparamos esto con lo que hoy se escucha en la calle, es f�cil
comprobar que a pesar de los vaivenes de este siglo, del descenso a los infiernos y de las
ilusiones posteriores, la ciudadan�a espa�ola no parece haber oscilado tanto en su
percepci�n de nuestros patricios nacionales, como si, a sus ojos, el paso de los a�os
hubiese servido �nicamente para la renovaci�n de los bailarines.
A lo largo de toda su vida, este vasco fue la ant�tesis del arribista. �Comprend�a que
ensayar la literatura dar�a poco resultado pecuniario, pero mientras tanto pod�a vivir
pobremente, pero con ilusi�n�, dice. Public� docenas de novelas de las que en alg�n
tiempo s�lo lleg� a percibir, seg�n confesi�n propia, unos ocho duros al mes, lo cual
le oblig� a llevar una vida de estrecheces, aceptada sin pesta�ear, y, una vez,
requerido a dejar se�alada su visita en un libro de presencias, escribi� junto a los
t�tulos ampulosos de los dem�s: �P�o Baroja, hombre humilde.� Sencillamente, y a la
inversa de los pol�ticos fustigados por Kundera, don P�o no quiso bailar.
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EL
PA�S-Comunidad Valenciana, jueves 18 de mayo de 1995. |
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