El
jud�o errante
MANUEL TALENS
Cuenta una leyenda que Jesucristo tuvo sed mientras andaba las estaciones con la corona de
espinas en la frente y la cruz sobre los hombros, y que, presa de grandes sufrimientos,
vio a un jud�o que observaba la procesi�n desde la puerta de su casa. �Dame un poco de
agua, por piedad�, dicen que le dijo el Mes�as. El israelita, que por lo visto era duro
de coraz�n, se dio la vuelta sin pronunciar palabra, neg�ndole de esta manera un �ltimo
favor al Hijo de Dios.
De su parte, la doctrina cat�lica oficial -de inspiraci�n divina y, por eso mismo,
verdadera- dice a trav�s de san Lucas (23: 34) que, ya en el G�lgota, mientras era
crucificado entre los dos ladrones, el Nazareno le ped�a al Padre Eterno que absolviera a
sus verdugos: �Perd�nalos, porque no saben lo que hacen.�
La lectura de este episodio admirable me ha hecho a menudo recelar si alg�n fen�meno
prodigioso pudo impedir que en las alturas se escuchasen aquellas palabras benevolentes,
pues, observando la Historia, es f�cil comprobar que no s�lo Dios ignor� la petici�n,
sino que durante muchos de los veinte siglos posteriores, y a trav�s de sus
representantes legales en la tierra, se encarniz� contra el pueblo de David, simbolizado
en ese Jud�o Errante que cumple condena de vagar sin reposo, hasta la consumaci�n de los
tiempos, por haberle negado agua al Salvador.
Cavilaba yo el mes pasado sobre estas teosof�as tras leer el art�culo en que, con pulso
certero, Paco Mariscal fulmin� al artesano de un azulejo medieval de Manises que muestra,
para escarnio de nuestros tatarabuelos, a un jud�o �con nariz monstruosa y orejas de
lasciva cabra�. Asimismo, me hab�an dejado triste las palabras de san Vicente Ferrer
-Dios lo tenga en su Gloria- llamando canes a los hijos de Jacob. Y, piensa que te piensa,
no me fue dif�cil asociar al Jud�o Errante con Max Aub, de quien estaba releyendo por
entonces los relatos completos del Laberinto m�gico, publicados a principios de a�o en
Barcelona.
Era Aub hebreo tambi�n, nacido en Par�s en 1903, de madre francesa y padre alem�n, e
inici� su err�tico viaje a los once a�os, cuando la familia se instal� en Valencia
huyendo de la intransigencia antisemita. Aqu� se hizo hombre y aqu� tom� la
determinaci�n de guardar definitivamente las maletas. Pero, en la ingenua ignorancia que
le prestaba un amor ilimitado por Espa�a, olvid� que su hado andalotero era seguir
vagando. Durante la guerra civil, defendi� contra la barbarie las conquistas republicanas
y en 1939, tras la derrota, conoci� en Francia y luego en Argelia los campos de
concentraci�n, recuerdo miserable de c�mo nuestros vecinos hac�an mofa de los tres
ideales -libertad, igualdad, fraternidad- que dieran por tierra con el absolutismo de Luis
XVI. En 1942, tras muchas y amargas vicisitudes, nuestro jud�o dio con sus huesos en
M�xico, pa�s en el que compuso una de las cr�nicas m�s pasionales y sublimes sobre el
horror fratricida de aquella Espa�a que, como Pablo Neruda, conserv� siempre en el
coraz�n. Pero ella, madrastra vengativa, le pag� esa querencia manteni�ndolo alejado de
sus paisajes con una sa�a digna del peor Torquemada.
En 1969, tras seis lustros de exilio, Max Aub regres� brevemente a la naci�n que fuera
su hogar juvenil, para darse de bruces con una segunda y definitiva derrota. �l, que
hab�a consagrado sus capacidades literarias a recordar Espa�a, se encontr� con que
aqu� nadie lo necesitaba. ��Qui�n soy yo para todos estos que llenan estos caf�s del
centro de Barcelona y sus enormes terrazas? -No, nadie sabe qui�n eres.�, escribi�.
Roto y amargado, regres� a M�xico y all� falleci� en 1976.
Hoy, en la ciudad del Turia, yo quisiera rendir agasajo a un hombre generoso que no
mereci� su destino. Hace a�os infer� que la �nica vida capaz de prolongarse en el
tiempo, m�s all� de los inciertos para�sos, es la de la fantas�a. Por eso, me atrevo
ahora a afirmar desde aqu� que este jud�o errante valenciano, gracias a los personajes
inolvidables que hormiguean en su Laberinto m�gico -Teresita, El cojo, Vidal, Ignacio
Jurado Mart�nez y tantos otros-, logr� romper el maleficio con la c�bala de su pluma y,
por fin, encontr� un lugar donde echar ra�ces y sosegar para siempre de tanta
peregrinaci�n: el pa�s de don Quijote, del marqu�s de Bradom�n, de Pascual Duarte y
del coronel Aureliano Buend�a.
Honor a Max Aub. Descanse en paz eternamente en la patria de los libros.
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EL
PA�S-Comunidad Valenciana, jueves 2 de marzo de 1995. |
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