Memorias
de un mestizo
MANUEL TALENS
Hace unas semanas, mientras miraba en nuestra televisi�n auton�mica el espl�ndido
recital que daba Raimon en el Teatro Principal de Valencia, no tuve m�s remedio que
acordarme de un verano ya remoto, el de 1968, que pas� limpiando platos en la cadena de
restaurantes Andr� Canonica del aeropuerto Cointrin de Ginebra. Fue aquella una �poca
confusa en la que muchos espa�oles, que emprend�amos por entonces los veinte a�os,
mir�bamos con envidia las libertades de allende los Pirineos, un tiempo en el que la
ambici�n de todo estudiante desafecto con el r�gimen del general era respirar el aire de
las democracias, que imagin�bamos puro y no contaminado de cuartel. En junio, mi amigo
Manolo Bellido y yo terminamos el tercer curso de carrera en Granada. Hab�amos planeado
inicialmente dirigirnos a Par�s, pero los des�rdenes imprevistos del mayo franc�s nos
hicieron cambiar el rumbo a �ltima hora hacia la ciudad del lago Lem�n.
Recuerdo que llegamos a Ginebra un s�bado por la ma�ana y, nada m�s descender al and�n
de la estaci�n de ferrocarriles, nos topamos con un muchacho de aire perdido, que nos
pregunt� con angustia si comprend�amos espa�ol. Se llamaba Adolfo Matos, era de Gij�n
y andaba, como nosotros, a la b�squeda de un poco de aventura. No tardamos ni un minuto
en hacernos amigos.
Yo llevaba el tel�fono de la Misi�n Cat�lica Espa�ola -que, afortunadamente, de
cat�lica ten�a s�lo el primer apellido- y all�, en el Chemin du
Boucher, junto con
varias docenas de emigrantes de todos los rincones de nuestro pa�s, que se mor�an por
regresar definitivamente al estercolero que nosotros denigr�bamos tanto, nos alojamos
para el resto del verano. Manolo Bellido y yo nos defend�amos bien en franc�s, de manera
que pronto encontramos trabajo como gar�ons de cuisine, lo cual nos aseguraba la
subsistencia hasta el momento de volver a Granada. Adolfo Matos no fue tan afortunado o,
quiz�s, prefiri� conservar la libertad de vagabundear por las hermosas calles de la
ciudad de Rousseau. Pero necesitaba dinero para vivir, de modo que, a los pocos d�as,
decidi� poner remedio a la situaci�n.
Por entonces hab�a llegado a la Misi�n un estudiante burgal�s que aporreaba la guitarra
-siento haber olvidado su nombre-, as� que no fue dif�cil organizar una charanga para
actuar por los bares, en la que el de Burgos pon�a la m�sica, Adolfo Matos la voz y yo,
de manera muy ocasional cuando pod�a, pasaba la boina para recoger la caridad. Aunque
parezca mentira, hab�a semanas que ellos dos sacaban m�s dinero haciendo de artistas que
yo limpiando vajillas.
Pero lo extravagante de la historia es que el repertorio del de Gij�n s�lo inclu�a
canciones de Raimon y, de esta manera, los ginebrinos que se topaban con aquel trovador
tuvieron derecho a versiones de Al vent, de Diguem no o de cualquiera de las Can�ons de
la roda del temps de Salvador Espriu, que el asturiano les ofrec�a con compases bien
entonados.
Adolfo Matos profesaba un amor ins�lito por la figura de Raimon, a quien consideraba el
padre de lo que entonces denomin�bamos la nova can��. Llevaba siempre consigo un manojo
de cuartillas sobadas, escritas a m�quina, con un poemario de Jordi de Sant
Jordi, con
las letras del cantante de X�tiva y con algunas de Serrat, y yo, que aunque andaluz
hab�a mantenido desde peque�o un contacto estacional ininterrumpido con la lengua de
estas tierras valencianas, le serv� de int�rprete en algunas inflexiones que �l no
comprend�a del todo.
Durante aquellos tres meses de verano, se convirti� en alguien muy pintoresco para el
resto de los inquilinos del Chemin du Boucher, que lo llamaban, cari�osamente, el
chiflado de Gij�n que canta esas cosas tan raras, y pronto, para amenizar las
comilonas que organiz�bamos los domingos, entre tortillas de patatas, paellas,
pipirranas, fabadas y caldo gallego, no era extra�o que alguien le pidiera cantar, y
all� se largaba �l en una lengua que pronunciaba de manera imperfecta, pero que intu�a
como hermana de la suya.
Termin� septiembre, volvimos a Espa�a y, por esos descuidos imperdonables que uno luego
siempre lamenta, nos despedimos sin anotar nuestras mutuas direcciones. Nunca m�s he
sabido de Adolfo Matos, no s� por d�nde andar� ni qu� habr� sido de �l, pero cuando
vi al autor de Les mans cantando las mismas canciones que el asturiano veneraba, lo
imagin� de nuevo tal como era, desgarbado, con sus rasgos angulosos, sus gafas
rectangulares de concha negra y su sonrisa burlona, y sent� nostalgia de un verano suizo
que tuve la fortuna de vivir, en el que unos cuantos hijos dispersos de esta tierra
nuestra, encrucijada y viejo lecho nupcial de culturas errantes, nos sentimos unidos
merced a uno de los frutos m�s hermosos de aquel mestizaje: la lengua de Ramon
Llull, de
Bernat Metge, de Ausi�s March y de Raimon Pelejero.
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EL
PA�S-Comunidad Valenciana, viernes 17 de febrero de 1995. |
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