El escritorio de Manuel Talens

ART�CULOS DE OPINI�N EN  El País

La cl�txina
MANUEL TALENS



El lenguaje nos distingue de los animales. Un alegato como �ste, mil veces repetido, necesitar�a quiz�s la coletilla de que, al utilizarlo mal, algunos humanos pierden la condici�n de personas y se precipitan muy bajo en la escala zool�gica. Se me ocurren estos pensamientos despu�s de haber le�do en la prensa que un funcionario p�blico, director territorial en la administraci�n sanitaria valenciana, acaba de mentarles la cl�txina a las enfermeras que dependen de su reci�n estrenada jerarqu�a.

En efecto, seg�n afirm� hace poco en una reuni�n, las enfermeras andan abri�ndose de piernas en el bar en vez de cumplir con sus obligaciones comunes, las cuales, a partir de ahora, incluir�n el espiar a algunos m�dicos dentro de los consultorios con vistas a que no firmen demasiadas recetas y contribuyan, as�, al ahorro gubernamental. (No se tienen noticias de que dicha funci�n forme parte en ning�n pa�s de las atribuciones de este colectivo.) Adem�s, remachando su ordinariez, el susodicho mandatario confes� haberle visto la cl�txina a una de ellas con sus propios ojos y, luego, en un alarde de liberalismo, a�adi� que ni siquiera le importar�a que todas se acostasen con los galenos, con tal de que en las horas de servicio hagan lo que a �l le sale de sus partes.

Confieso que no es necesario ser mujer para que a uno le entren ganas de partirle la madre a alguien que se atreve a insultar de esa forma a sus subordinadas. En esta p�gina, sin embargo, yo no quisiera dar el traspi� de descalificar el hermoso vocablo utilizado por nuestro personaje, sino m�s bien analizar el hiriente sentido con que lo emple�. La voz popular, a trav�s de los siglos, ha descrito ese objeto femenino de nuestro deseo con las denominaciones m�s dispares, todas ellas maravillosas y dignas de recuerdo. Los grandes libros recalcaron muchas veces la importancia de tal aparato: en La lozana andaluza, Francisco Delicado lo designa con infinidad de sabrosas met�foras y, hace pocos a�os, siguiendo el mismo estilo, Camilo Jos� Cela se encarg� en su Diccionario secreto de recopilar, para esparcimiento general, centenares de acepciones del �asunto� que corren lenguas desde los Pirineos hasta la Patagonia. Pocas, empero, podr�an rivalizar en belleza sem�ntica con esa cl�txina valenciana.

Pero, ay, el lenguaje no es nunca neutro y hasta el m�s candoroso juego verbal lleva la marca de la ideolog�a que encierra el discurso de quien lo pronuncia. Este fulano no hac�a bromas inocentes al referirse de la guisa a las enfermeras. Muy al contrario, utilizaba de forma indebida dos tipos de poder: el pol�tico y el de la palabra. El primero de estos abusos no deber�a extra�arnos a los espa�oles que ya no cumpliremos los cuarenta, pues el caldo de cultivo del franquismo dej� tanta huella en nuestra sociedad, que muchos de entre nosotros confunden el ejercicio de su cargo con las prerrogativas testiculares de un antiguo se�orito andaluz. El segundo es, a mi entender, mucho m�s peligroso, porque pasa desapercibido en el habla cotidiana y lo llevamos incrustado en las entra�as. Se trata del machismo.

La bi�loga feminista Donna Haraway, en su ensayo La g�nesis de una palabra, dice que la mujer ha heredado el conocimiento de las cosas a trav�s de un linaje masculino. Yo a�adir�a que, para nuestra desgracia, el hombre tambi�n. La palabra -el verbo- procedi� siempre de Dios Padre, de Arist�teles, de los Ap�stoles, de los tiranos, de los curas, del cacique. Por su parte, la carne -el pecado, la culpa- era femenina y los hombres hemos sido instruidos desde tiempo inmemorial, f�sica y simb�licamente, en nombrarla y en hacer uso de ella sin pedir permiso ni demostrarle respeto.

A ese dirigente del que hablo nunca se le hubiera ocurrido proferir exabruptos tan injuriosos contra un grupo de camioneros -por poner un ejemplo-, ya que el dispositivo mental que desencadena su lenguaje no fue programado para tal transgresi�n. El individuo machista dice lo que sus circuitos neuronales le permiten que diga. Se trata de una actitud que flota en las calles y en el hogar, que permea la piel, el cerebro, las costumbres, que constri�e nuestros actos a la manera de una camisa de fuerza y lleva impl�cita, como dogma de fe, la certeza de que toda mujer, por el hecho de serlo, es un organismo inferior. Expresiones masculinistas tan comunes como las que salieron de su boca -t�picas del amo que se dirige a sus vasallos- traicionan dicha postura.

Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, escribi� en el Libro de Buen Amor que el mundo trabaja por dos cosas, por comer y �por aver juntamiento con fenbra plazentera�. Ese intercambio entre hombres y mujeres sigue siendo incuestionable y lo ser� en el futuro, pero si queremos que llegue verdaderamente a ser una fuente de concordia y de felicidad, deber�amos crear bases distintas en el lenguaje de todos los d�as y en las acciones que �ste describe, para que nuestras compa�eras de viaje no est�n m�s arriba ni m�s abajo, sino a la misma altura.

 

EL PA�S-Comunidad Valenciana, domingo 19 de noviembre de 1995.

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