Blowin'
in the Wind
MANUEL TALENS
Durante el curso escolar de 1962, una amiguita francesa con la que manten�a
correspondencia me envi� por correo el n�mero mensual de Salut les
copains, una revista
muy en voga por entonces que se centraba casi exclusivamente en el mercado discogr�fico
de los quincea�eros galos de la �poca: Adamo, Johnny Halliday, Richard Anthony, Claude
Fran�ois y otros muchos que ya olvid�. El n�mero, dedicado a Sylvie
Vartan, era el
espaldarazo final en la carrera de esta mujer de origen b�lgaro que estaba llegando a la
cima de los triunfadores.
Fascinado por cualquier noticia que llegase del extranjero, me aprend� de carrerilla el
ejemplar. Recuerdo con nitidez que en los art�culos de relleno se hablaba de un jovencito
norteamericano enfrentado dial�cticamente -a grito limpio, guitarra descubierta y
arm�nica en ristre- con los halcones de su pa�s. Las fotograf�as a todo color dejaban
ver que se trataba de un ser hura�o de dientes sucios y amarillos, cabellera estropajosa
y prendas ra�das por el uso. Daba la impresi�n de que le deb�an y no le pagaban. Se
llamaba Bob Dylan y all� mismo me enter� de su existencia.
De manera progresiva, al menos para una parte de los que �ramos imberbes en Espa�a, la
m�sica de Bob Dylan se convirti� durante los a�os siguientes en un s�mbolo de
transgresi�n. Gran parte de sus canciones de aquel periodo, entonadas con voz gangosa,
desafinada y discordante, pose�an la belleza salvaje que proporciona la carencia de
escuela vocal y sonaban con la fuerza ingenua y arrolladora de quien desprecia el orden y
se lanza a tumba abierta contra �l.
Fue en su segundo disco de larga duraci�n, The Freewheelin' Bob
Dylan, donde introdujo
una balada que llegar�a a ser el himno de aquellos que se manifestaban en los Estados
Unidos contra la guerra del Vietnam: Blowin' in the Wind. �Cu�ntas veces deben
volar las balas de ca��n antes de que sean prohibidas para siempre? �Cu�ntas veces
puede un hombre volver la cabeza pretendiendo no haber visto? La respuesta, dec�a
Dylan, se la lleva el viento.
El tema que daba t�tulo a su siguiente trabajo, The Times They Are A-Changin', portaba un
mensaje de esperanza con aromas evang�licos: El camino est� trazado, la maldici�n
est� echada, los que ahora son lentos ser�n r�pidos despu�s y el presente ser� luego
pasado, el orden se est� disolviendo con rapidez y los primeros ser�n los �ltimos,
porque los tiempos est�n cambiando.
Han pasado seis lustros y el creador de John Wesley Harding acaba de actuar en Valencia.
He ido a verlo, sintiendo en el est�mago esa sensaci�n de aleteo que suele invadirme al
destapar el ayer. All� estaba Bob Dylan, apaciguado, cincuent�n, plugged y
unplugged,
dinamitando a golpe de compases el�ctricos las �ltimas telara�as de los sesenta. Harto
de adoraciones injustificadas, decidi� un d�a sacudirse la leyenda: su espect�culo,
musicalmente espl�ndido, it's only rock and roll.
Pero yo, con mi tendencia a la nostalgia, no he podido evitar que ante los ojos de mi
memoria desfilen los abominables substitutos del Vietnam: Biafra, Camboya, Chile,
Argentina, Angola, Soweto, El Salvador, Etiop�a, Somalia, L�bano, Irak, Ir�n,
Afganist�n, Ruanda, Bosnia, Chechenia y tantas otras guerras sin fin, y he sentido
verg�enza en nombre de mi generaci�n por la p�rdida global de aquellos objetivos
compartidos, que se fueron diluyendo conforme alcanz�bamos los privilegios a que todos
aspiramos al envejecer.
He revisado tambi�n los sofismas que desde peque�os nos han ido proporcionando buena
conciencia: catolicismo, revoluci�n cubana, mayo franc�s, democracia parlamentaria...,
hasta llegar al �ltimo de todos, el New World Order posterior a la Guerra del Golfo. Y
entre decibelios y vahos de calor, arrullado por los versos de Mr. Tambourine
Man, he
sentido como en una revelaci�n que el arte sigue siendo la �nica escapatoria entre
tantas mentiras piadosas, la p�ldora admirable que con sus mundos ficticios alivia el
dolor de la realidad.
S�, los artistas son nuestros curanderos, pero a condici�n de que nunca olvidemos que en
su af�n por incidir sobre la Historia, distorsionan el pasado, el presente y el futuro
hasta volverlos irreconocibles.
Err� Cervantes en el discurso a los cabreros (Quijote I, XI) cuando elogiaba por boca de
su personaje la dichosa edad, los siglos dichosos en que se ignoraban estas dos
palabras de tuyo y m�o. Siempre existi� lo tuyo y lo m�o.
Err� el de Minnesota al pronosticar que los tiempos estaban cambiando. Nunca cambiaron.
Ser�a necesario que acept�semos de aqu� en adelante que Bob Dylan es s�lo un
trabajador m�s de la industria del show business que en un momento de su vida eligi�
evolucionar hacia el universo millonario del rock. Fuimos nosotros, con la tendencia
incorregible -heredada del romanticismo- a elevar al Olimpo las personas en vez de las
obras, quienes inventamos el �dolo. Ahora, a trav�s de la cr�tica especializada, los
peri�dicos lanzan dardos puritanos a sus pies de barro.
Pero su culpa es el pecado que todos cometimos. Clam� en el desierto, fue la voz de la
conciencia y, luego, el viento se llev� sus preguntas junto con los sue�os de nuestra
juventud.
Sin embargo, nos queda su arte, que al fin y al cabo, es lo �nico que merece perdurar.
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EL
PA�S-Comunidad Valenciana, s�bado 29 de julio de 1995. |
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