Borges
y el insulto
MANUEL TALENS
En el art�culo titulado Arte
de injuriar de su libro Historia de la eternidad, refiere
Jorge Luis Borges una an�cdota, que atribuye a De Quincey, en la que
a cierto caballero, durante una discusi�n, le arrojaron a la cara un
vaso de vino. El fulano, sin inmutarse, le replic� a su agresor:
Esto, se�or, es una digresi�n, espero su argumento.
Aislado y fuera de
contexto, un ejemplo as� parece cosa admirable en estas tierras, tan
dadas a mentar la madre del adversario a la primera de cambio, pero he
de aclarar que la flema de los ingleses no me parece m�s civilizada
que nuestra efervescencia, pues s� muy bien que en el mismo instante
en que resonaban aquellas palabras tan sensatas, Inglaterra se divert�a
cortando orejas de vasallos insurgentes allende los mares. Pero,
claro, preciso es reconocer que, en lo tocante a eso que se llama
tener maneras, los ingleses nos llevan un trecho de ventaja. Baste
recordar a Margaret Thatcher -tan elegante ella- o a Tony Blair -tan
elegante �l- cuando hablan con lenguaje exquisito en el Parlamento de
liarse a bombazos contra el enemigo de turno.
El insulto es otra cosa,
el arma inocua de los pobres, de los pueblos que, incapaces de
costearse un buen misil o un bloqueo eficaz de medicinas, se conforman
con un me cago en tu padre, en tu madre o en tus muertos. A falta de
dinero o de poder -perd�name la redundancia, lector-, el insulto
busca mancillar con la lengua y, como mucho, termina en un intercambio
de bofetadas o en un crimen sangriento con el hacha o el fac�n. Poca
cosa si lo comparamos, por ejemplo, con el genocidio de los palestinos
o de los ni�os iraqu�es.
Todo esto viene a cuento
de una divertid�sima pelotera verbal que tuvo lugar hace poco en las
Cortes valencianas entre Rafael Blasco, el consejero de Bienestar
Social, y la diputada socialista Trinidad Amor�s, debido a supuestas
corruptelas presentes y pasadas, es decir, del pan nuestro de cada d�a.
Cualquiera que, con
distancia, haya le�do a Maquiavelo o haya escuchado los discursos de
George W. Bush sabe que la ret�rica es el arte de mentir con
premeditaci�n y alevos�a. Pero el insulto que se escapa de los
labios con el �nimo agitado, por eso de que explota como un corcho de
champ�n sin que interfiera la urbanidad, expresa a voz en cuello lo
que la gente piensa del otro. Los adjetivos que se lanzaron ambos pol�ticos
son de antolog�a. Ella, miembro oficial del partido que dice ser la
izquierda, lo llam� sinverg�enza y �l, que con sus zapatos siempre
brillantes, corbata, traje de marca y fijador en pelo suele mirar el
mundo desde la estratosfera del partido que dice ser el centro, le
respondi� tach�ndola de gilipollas.
Con raz�n afirm� Borges
que es 'desvar�o laborioso y empobrecedor el de explayar en
quinientas p�ginas una idea cuya perfecta exposici�n oral cabe en
pocos minutos'. �Pocos minutos? Amor�s y Blasco han batido el r�cord
de la sinopsis sociol�gica. A partir de ellos, la ret�rica pol�tica
ya nunca ser� lo mismo, pues los t�rminos sinverg�enza y gilipollas,
escupidos en una fracci�n de segundo (me imagino las gotitas de
saliva al salpicar sus respectivas narices), resumen en veintid�s m�seras
letras lo que media Espa�a piensa de la otra media. �Enhorabuena!
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