El escritorio de Manuel Talens

ART�CULOS DE OPINI�N EN  El País

Lo inmutable
MANUEL TALENS


Es un hombre de h�bitos permanentes. Naci� en Valencia cuando se iniciaba la d�cada de los cincuenta, una �poca que ya no era de alpargata, pero s� de mucha tradici�n y desde peque�o lo acostumbraron a que en la vida hay que respetar las costumbres. Los mayores sonre�an poco, �nicamente lo necesario, pues el d�a a d�a resultaba duro y a�n retumbaba en la memoria el sonido de la guerra. La televisi�n estaba por llegar, los seriales de la radio serv�an �nicamente para imaginar mundos lejanos y las pel�culas de Hollywood, que descubr�a con los amigos en cines de barrio, formaban parte de un universo inaccesible en el que ataban los perros con longaniza. El No-Do, con su m�sica marcial e inolvidable, era el precio obligatorio que pag� durante a�os para poder ver despu�s a John Wayne o a Marilyn Monroe, y a trav�s de sus im�genes en blanco y negro su generaci�n aprendi� que los pol�ticos espa�oles eran gente seria. El dios supremo, por ejemplo, un hombrecito aburrido al que quiz� para compensar sus carencias la voz de Mat�as Prats (el viejo) llamaba general�simo, sol�a aparecer con un cirio en ristre junto a alg�n obispo o bien en trance de inaugurar pantanos. Cada uno de sus ademanes militares pose�a la prosopopeya del padre nuestro que est�s en los cielos, y sus subalternos en el escalaf�n, desde los ministros a los alcaldes del pueblo m�s escondido, ejerc�an el cargo con severidad. Re�r en p�blico, as� por las buenas, era cosa de maricones.
Hoy las cosas han cambiado mucho y nuestro hombre vive sumido en el desconcierto. No llega a comprender c�mo es que los papas de Roma, que durante la segunda guerra mundial bendec�an tanques en la Italia de Mussolini, hoy se dedican a vender discos como rockeros del show business. Tampoco le gust� que los paparazzis sorprendieran al rey en pelotas para una revista del coraz�n. �Y qu� a�adir de los pol�ticos, ahora siempre sonrientes?, se pregunta. Se responde: el modelo a imitar ya no es Felipe II, sino Chiquito de la Calzada.
El pasado julio, el nombramiento de una mujer al cargo de presidenta de las Cortes Valencianas le pareci� estupendo (no es machista: lee asiduamente a Mar�a Consuelo), pero la imagen radiante de esa pareja feliz formada por Marcela Mir� y Eduardo Zaplana -con forzadas sonrisas en las que a ella le vio la campanilla y a �l le descubri� los empastes en las muelas del juicio- le pareci� gratuita y absurda, una payasada, igual que la foto veraniega de un jubiloso Supereduardo mirando a la c�mara con el rabillo del ojo despu�s de jugar al padel en Terra M�tica contra Jaume Matas. �Lujo, riquezas, apariencias, vanidad de vanidades!
Todo en ellos es artificial, se lamenta cada ma�ana mientras hojea el Eclesiast�s. �Qu� fue de la antigua usanza, de la dignidad en el porte? Una duda lo corroe: �Cu�ndo le llegar� a esta fauna obscena su San Mart�n?
Nuestro hombre es un carroza estoico que disfruta reviviendo las escenas de su ni�ez. Por eso al alegre president de circo antepone el Zaplana circunspecto, ese que desfila virtuoso con un cirio en la mano en la procesi�n de la Mare de D�u del Lled� o inaugura dignamente un trozo de la autov�a de Madrid. Es la tradici�n, lo inmutable. Por eso, a pesar de todo, lo vota.

 

 

EL PA�S-Comunidad Valenciana, martes 7 de septiembre de 1999.

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