El escritorio de Manuel Talens

ART�CULOS DE OPINI�N EN  El País

Aquel tiempo
MANUEL TALENS


Aquellos atardeceres color azul turqu� pose�an la m�gica belleza de los momentos irrepetibles. El ni�o los contemplaba bajo las palmas de la Alameda, sentado en un banco a media distancia entre el cuartel de los civiles y el solar en ruinas donde hab�a estallado la caldera de la f�brica de conservas. Y envuelto por el silencio que s�lo turbaban los grillos o las madres llamando a sus hijos para la cena, intu�a no muy lejos el rumor del J�car que, tras la casa del abuelo, vadeaba mansamente los ca�averales de la mota, camino del mar.
Eran jornadas pl�cidas y llenas de luz que discurr�an con la morosidad de tradiciones antiguas y en apariencia inacabables. El quiquiriqu� de un gallo lo despertaba al clarear y, con los p�rpados todav�a so�olientos, se alzaba del hoyuelo que su cuerpo hab�a labrado en el colch�n de lana y acud�a a deslega�arse junto a la bomba del agua que estaba en el patio posterior. En seguida, se tragaba sin respirar el vaso de leche, escondi�ndose unas cuantas rosquilletas en los bolsillos del pantal�n. Despu�s, envuelto en un zumbido de moscas tempraneras y rodeado del olor inconfundible a esti�rcol y a algarrobas, merodeaba por el corralillo mientras su abuelo se ocupaba de sacar los aparejos.
Abr�an de par en par la puerta de la casa, tan enorme que sus bisagras se quejaban como esp�ritus en pena y, tras desplazar la mesa y las sillas de la cocina para abrir sendero, sacaban a mano el carro entoldado. El ni�o ten�a pocas fuerzas, pero estaba orgulloso de ayudar. Su abuelo, que a�n no hab�a abierto la boca, buscaba m�s tarde a la burra para atalajarla en la calle. El animal, entrado en a�os, conoc�a el trayecto de memoria y, una vez en marcha, avanzaba lentamente, como si los minutos fuesen interminables. Desde el pescante, el viejo saludaba a las vecinas madrugadoras que volv�an de comprar el pan. Con las riendas entre �ndice y pulgar, miraba de reojo a aquel nieto desarraigado y parlanch�n que cada mes de julio ven�a del sur en vacaciones y que hablaba un desternillante castellano sin eses finales.
La brisa era tibia a aquellas horas, pero el ni�o nunca dudaba de que a las doce se habr�a convertido en calor escandaloso. El sol, entonces, har�a flamear el aire en una caliginosa reverberaci�n, arrancando destellos plateados al agua de los arrozales y, conforme el mundo comenzara a hervir, los campos de naranjos pondr�an el contrapunto con su verde tonalidad.
Dejaba pasar la ma�ana protegido del bochorno a la sombra de los �rboles frutales, comiendo higos y esquivando lagartijas, a la espera de que el abuelo cumpliese con el quehacer diario de acariciar aquella tierra que hab�a alimentado a la familia por generaciones. Los dedos del anciano eran tan sarmentosos que parec�an ramas de vi�a y, al tocarlos, raspaban como la caliza. Habr�a de pasar media vida antes de que el ni�o echara de menos la sensaci�n que sent�a cada vez que palpaba las manos de su abuelo.
Al regresar al pueblo para comer, el arroz estaba siempre a punto sobre la mesa. Ven�a a continuaci�n el ritual obligado de la siesta, las novelas lacrimosas de la radio, los juegos por la tarde en la Alameda frente a la casa de don Paco y do�a Nieves. Rosa, V�ctor, Higinio, Nati, Juanito y Mar�a Vicenta, los amigos del est�o, nunca faltaban al encuentro. Y el ciclo cotidiano se cerraba con un nuevo atardecer.
Hace cuatro lustros que el abuelo descansa en el peque�o cementerio que cuida Paniego. Hoy, las calles est�n repletas de autom�viles que despiden humo, los carros desaparecieron para no volver y el solar de la f�brica fue cubierto por una casa moderna con ventanas de aluminio. Por las noches, hasta la madrugada, las madres temen que sus hijos adolescentes se aficionen en el nuevo bar de copas al polvo blanco que proporciona felicidad.
El ni�o de entonces ha cambiado tambi�n y a veces se pregunta c�mo pudo ocurrir. Cuando piensa en aquel tiempo, sabe que no fue mejor ni tampoco m�s malo, pero fue suyo y s�lo suyo, y le dej� en la memoria un dulce rastro que ahora guarda en el resquicio de los tesoros perdidos, pues se alej� de �l sin comprar billete de regreso.

 

EL PA�S-Comunidad Valenciana, viernes 16 de febrero de 1996.

Pulse para volver a la página anterior

 

Copyleft

Manuel Talens 2002