El escritorio de Manuel Talens

ART�CULOS DE OPINI�N EN  El País

El grauero de Bah�a
MANUEL TALENS



En 1988 tuve al fin la ocasi�n de realizar uno de los sue�os de mi vida: visitar el Brasil, pa�s donde la mitad de mi familia granadina se hab�a visto obligada a buscar refugio durante la imperial posguerra del ferrolano. Program� el viaje para que su punto culminante fuese S�o Paulo, pues all�, desgajados de una Andaluc�a que nunca hubiesen querido abandonar, tengo una caterva de t�os y primos a los que, hasta entonces, s�lo conoc�a de o�das. Adem�s -motivo supremo-, en esa ciudad est� enterrada mi abuela, quien, octogenaria y al filo de sus a�os, decidi� morir en Am�rica y cruz� el Atl�ntico en 1958.

Aprovechando una oferta a bajo precio que me permit�a volar sin l�mites por territorio brasile�o con tal de no aterrizar dos veces en el mismo aeropuerto, llegu� a Rio de Janeiro con un mes por delante para recorrer el pa�s. Buen conocedor de la lengua portuguesa, inici� el periplo rumbo al norte y la primera escala fue Salvador, capital del estado de Bah�a, puerto de entrada de los esclavos en tiempos coloniales y, hoy, hogar de Jorge Amado, cuna de Maria Beth�nia y venero de m�sicas embriagantes. Me aloj� en un hotelito junto a la playa y, a la ma�ana siguiente, tras subir en el funicular que comunica la parte baja de la ciudad con la acr�polis originaria que est� en lo alto de la falla, tom� un taxi para ir al Pelourinho, el barrio m�s emblem�tico del Brasil. Anduve varias horas visitando iglesias y, despu�s de almorzar, me di cuenta de que mis reservas en moneda brasile�a se estaban agotando. Los bancos ya hab�an cerrado, as� que, atolondradamente, decid� cambiar por lo negro y entr� en el primer sitio que me pareci� de fiar. Era un extra�o malbaratillo, en cuyo fondo, prominentes, se ve�an ata�des vac�os apoyados contra la pared. Junto a una ventana, cuatro hombres jugaban a las cartas. Les expuse mi problema.

-�Hombre, un espa�ol! -exclam� el que se encontraba frente a m�-. �Yo soy de Valencia!

Me dijo a continuaci�n que se llamaba Ramiro y estrech� alegremente mi mano. Era un hombrecito con la piel curtida por el sol, patillas espesas de un gris brillante y muelas de oro. A�adi� que pod�a cambiarme todos los d�lares que quisiera, ya que por un compatriota era capaz de dejar a medias la mejor partida de naipes. Pero ten�amos que ir a su casa, que es donde guardaba el dinero.

No supe negarme y, cuando quise reaccionar, andaba junto a Ramiro por una serie de callejuelas en las que pronto me sent� completamente perdido. Empec� a tener miedo, pero el valenciano parec�a de lo m�s amigable, as� que decid� abandonarme al azar. Por el camino me fue contando que era nativo del Grao, que en los a�os sesenta se hab�a embarcado rumbo a la Argentina, pero que, por esas cosas del bajo vientre, se qued� enganchado all�, en la Bah�a de Todos los Santos, y que no pensaba morirse sin ver de nuevo el Miguelete.

-Yo tambi�n soy algo valenciano -le confes� para ablandarle el coraz�n, por si acaso me estaba preparando alguna encerrona-. Mi padre naci� en un pueblo entre Sueca y Algemes�.

Aquella noticia reforz� a�n m�s la simpat�a del grauero. Llegamos a su casa, decorada humildemente con bailarinas flamencas y cuadros baratuchos de motivos taurinos. Me present� a su mujer -una brasile�a sonriente-, me ofreci� cacha�a, past�is de peixe y cafezinho, me ense�� el album de familia, cambi� mis 200 d�lares por un mont�n de billetes locales y, varias horas despu�s, achispado ya por el alcohol, me dijo como en una confesi�n:

-Venga usted, paisano, que le voy a ense�ar una cosa.

Sobre la c�moda del dormitorio, rodeada de cirios, ten�a una imagen de la Virgen de los Desamparados. Al grauero se le saltaron las l�grimas con s�lo mirarla.

-Lo que yo dar�a por cantarle una salve en la Bas�lica a la Mare de Deu, mi geperudeta bonica... -suspir�.

Oyendo esas palabras, sent� remordimientos por haberme atrevido a dudar de su honradez. Me acompa�� luego hasta que encontramos un taxi y me abraz� como un hermano al despedirse.

Regres� al funicular y, cuando fui a abonar el trayecto, el taxista me mir� con asombro:

-Estos son cruzeiros antiguos -musit�-. Ahora la moneda del Brasil es el cruzado.

Era como si en tiempos de Franco alguien hubiese pretendido pagar con billetes de la Rep�blica.

D�as m�s tarde continu� viaje. Conoc� Recife, Fortaleza, Bel�m, Brasilia y el inmenso traspa�s de esa tierra deslumbradora castigada por la injusticia de los hombres. En S�o Paulo puse flores al pie del nicho de mi abuela, honr� su �ltimo reposo.

He conservado los billetes inservibles del grauero y, cuando le refiero a alg�n amigo tal malandanza, suelo a�adir esa expresi�n que Pedro Salinas puso en boca del gran Lagartijo: “N�, n�..., Fulanito, que az� ez er mundo. �Hay gente pa t�...!”.

 

EL PA�S-Comunidad Valenciana, viernes 14 y s�bado 15 de abril de 1995.

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