El escritorio de Manuel Talens

ART�CULOS DE OPINI�N EN  El País

Libertad para Agust�n
MANUEL TALENS



Las dictaduras suelen provocar mutaciones protectoras en el lenguaje de los vasallos, m�s aun si se eternizan durante decenios. Aquellos de entre nosotros que tuvimos la desgracia -o la suerte, pues en todo sacrificio se saca algo provechoso- de conocer directamente el r�gimen anterior, aprend�amos ya desde la escuela que era preciso tener cuidado con la lengua, porque si uno se iba de canilla no faltaba nunca un cura o alg�n guardia civil que le partiese la cara y, con mala suerte, el asunto pod�a incluso terminar en el cuartelillo. Para muchos espa�oles, por lo tanto, lleg� a ser cosa com�n hablar en met�fora, leer entre l�neas, creer lo contrario de lo que nos dec�an o deducir lo inexistente. Y se terciaba as� por la sencilla raz�n de que el miedo hab�a llegado a encarnarse en nuestra piel, formaba parte del ambiente y era preciso sobrevivir.

Recuerdo que, hace m�s de veinte a�os, sucedi� un hecho que a m� y a muchos de mi entorno nos llen� de estupor debido a lo inesperado de su ocurrencia, y fue que, durante un viaje promocional a Madrid desde su residencia parisina, al dramaturgo Fernando Arrabal -sospechoso para los franquistas de cualquier delito por el mero hecho de existir- no se le ocurri� otra cosa que firmar los ejemplares que le iban solicitando con una dedicatoria muy en su vena p�nica y que, debido al revuelo que arm�, se hizo famosa: “Me cago en la patria”. Ni que decir tiene que por entonces las gastaban severas. Fue procesado y estuvo en un tris de terminar en Carabanchel, pero durante el juicio aleg� una idea salvadora: las flechas no iban dirigidas contra Nuestra Madre Patria, sino en direcci�n de Patra, una perrita de su propiedad. �l, amo prepotente, ten�a derecho a insultarla sin que la justicia se inmiscuyese.

Al final, el tribunal absolvi� al autor de El cementerio de autom�viles, pero hubo algo en esta historia que yo nunca llegu� a comprender: por qu� Arrabal, conocedor como pocos de la maldad de aquel sistema, cometi� el descuido gratuito de bajar la guardia del doble lenguaje, error imperdonable que pudo costarle caro. �Fue una gracia de mal gusto o un revulsivo premeditado?

Evocando aquellos hechos desde la distancia del tiempo, hoy tendr�amos tendencia a imaginar que situaciones as� son agua pasada y que trifulcas legales de aquel pelaje resultan impensables, sobre todo teniendo en cuenta que las magistraturas se enfrentan actualmente con asuntos tan graves que ocupar su precioso horario en afrentas oratorias les parecer�a un chiste. Sin embargo, nada m�s lejos de la realidad: hace unos d�as le� en la prensa una noticia que contradice de manera frontal el car�cter abierto y tolerante de algunas instituciones en esta nueva Espa�a de nuestras amarguras. Me refiero a la tragedia que le ha ca�do encima a Agust�n Pozo Uceda, un valenciano de Torrent condenado en abril de 1994 por el Tribunal Militar Territorial de Sevilla a tres a�os de prisi�n, acusado de proferir, en estado de ebriedad cuando era soldado en Ceuta, una frase especular del exabrupto arrabaliano: “Me cago en la bandera”. Agust�n, que s�lo tiene veinticuatro a�os, cre�a sin duda que, en un sistema de libertades, la irreverencia contra lo sacro era poco m�s que un pecadillo, pero el devenir le ha demostrado su dislate: el pasado 10 de junio, tras la confirmaci�n de la sentencia por la sala de lo militar del Tribunal Supremo, fue encarcelado en la prisi�n de Picassent.

Y yo me pregunto: �C�mo es posible que en nuestro aparato procesal a�n se juzguen fechor�as tan absurdas como �sa? �Qui�n le devolver� a Agust�n en el futuro la alegr�a perdida, los minutos, los d�as o los meses que le est�n escamoteando? �Se preguntaron los juristas del m�s alto tribunal si la opini�n p�blica espa�ola aceptar�a sin pesta�ear la ratificaci�n de una sentencia que sobrepasa lo inveros�mil, lo tremebundo, lo cruel? �Acaso hemos olvidado, en nuestra necedad, que la bandera es s�lo un s�mbolo m�s de los muchos que utilizamos a diario y que ninguna groser�a contra ella -por grave que sea, no se trata aqu� de disculpar el gesto- merece una pena tan desproporcionada?

Nuestra historia reciente abunda en desatinos que corren a las parejas con la sentencia justiciera que nos retiene en estas l�neas. Durante la guerra civil y, m�s tarde, en la posguerra, se foment� la delaci�n y el chivatazo con el fin de aplicar el peso del poder sobre los que no encajaban en el esquema nacionalcat�lico vigente por aquellos a�os. Hoy, para sorpresa de quienes pens�bamos haber abandonado las tinieblas, acabamos de descubrir que todav�a existen sargentos denunciadores, fiscales inflexibles salidos de los s�tanos del Santo Oficio y jueces capaces de castigar sin clemencia por “injurias con publicidad” contra conceptos tan et�reos, metaf�sicos, sobrenaturales e intangibles como Dios, la patria o la bandera.

Juguemos por un momento al simbolismo verbal que tanto aprecia el discurso del Derecho: puesto que la bandera representa a la patria y la patria es nuestra madre, �no es cierto que una madre siempre perdona al hijo arrepentido, incluso si en un momento de embriaguez se atrevi� a escagarruzarse en ella de palabra?

Libertad para Agust�n.

 

EL PA�S-Comunidad Valenciana, martes 20 de junio de 1995.

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